domingo, 27 de noviembre de 2011

Mario Villani, sobreviviente de cinco campos clandestinos

“Desaparecido reaparecido, ése fue mi paso por el infierno”

Mario Villani sobrevivió porque arreglaba lo que robaban en los secuestros. Lo obligaron a reparar la picana y la modificó con menos carga eléctrica. El cautiverio más largo en los campos clandestinos de la dictadura.

 Por Nora Veiras

“Soy un desaparecido, un sobreviviente, o si se quiere un desaparecido reaparecido. Este es el relato de mi paso por el infierno.” Así se presenta Mario Villani en Desaparecido. Memorias de un cautiverio. El libro escrito junto a Fernando Reati es mucho más que un testimonio, es una despiadada y lúcida reflexión sobre el dilema de la vida en cinco centros clandestinos de detención. A lo largo de cuarenta y cuatro meses pasó por el Club Atlético, El Banco, El Olimpo, el Pozo de Quilmes y la ESMA. “Maldito si lo haces, maldito si no lo haces”, repite este físico que a los 72 años desmenuza sin pudor qué significa “colaborar”, cuál es el límite que cada uno le pudo poner a esa convivencia con el terror. “En mí vieron la posibilidad de utilizarme, de reparar lo que les robaban a los secuestrados, me tuvieron trabajando de bricoleur”, dice con una ironía elaborada durante años de pensar en la complejidad de la condición humana de torturadores y torturados.

Villani contó ante tribunales de Argentina, Francia, Italia, España cómo después de negarse a reparar la picana eléctrica de Antonio Del Cerro, alias “Colores”, un torturador que se ufanaba de su arte en la aplicación de tormentos, aceptó hacerlo. Le disminuyó la descarga. Durante una semana había escuchado los gritos de compañeros sometidos a la corriente directa. Los paros cardíacos se repetían, las muertes también. En Desaparecido, Villani y Reati, recuerdan esta y otras historias.

–¿Cómo jugaba la inexistencia de fronteras entre represores y secuestrados en los centros clandestinos?

–Eso fue determinante para todo. Estábamos inmersos en el espacio del represor. No existía la posibilidad de discutir entre nosotros, de analizar entre nosotros lo que nos estaba pasando, de apoyarnos: estábamos siempre mezclados con los torturadores. Ese borrado de fronteras, además, es unilateral: la libertad que el preso tiene a pesar de estar preso que es el momento de privacidad en la cárcel, nosotros no lo teníamos. Había torturadores como El Turco Julián, por ejemplo, que se quedaban a dormir.

–Usted estuvo casi cuatro años secuestrado.

–Estuve en cinco campos: desde noviembre del ’77 a agosto del ’81. He sido uno de los que más estuvieron. No es común que haya gente que haya estado tanto tiempo y en tantos campos. Supongo que debe haber influido el hecho de que a mí me usaron para reparar equipos de electrónica, electrodomésticos, que además eran cosas que se robaban y tenían que ponerlos en condiciones para llevárselos a sus casas o para venderlos.

–Es increíble cuando usted les pide herramientas y le traen la mesa de trabajo que había diseñado y tenía en su casa.

–A mí me habían secuestrado el 17 de noviembre del ’77 y eso me lo trajeron alrededor de marzo-abril del ’78, es decir que en algún lado lo tenían.

–En el libro estremece la reflexión sobre el significado de colaborar en un campo clandestino. ¿Qué significa colaborar, cuál es el límite?

–Me resultó difícil procesar eso. Todo es colaboración: que te vean vivo ya es una colaboración, aunque uno simplemente respire delante de otro. El otro recién secuestrado ve que uno está vivo y piensa a lo mejor “yo me salvo también”, es una forma de controlarlo mejor, es involuntaria e inconsciente, no es una colaboración deliberada, pero los tipos utilizaban ese mecanismo. De ahí para adelante hay un montón de escalones de colaboración. Yo colaboré. Colaboré reparando. No colaboré torturando, no colaboré interrogando, no colaboré entregando gente. Pero, por ejemplo, secuestraron a uno de mis mejores amigos, en una cita conmigo.

–¿Cuénteme cómo fue?

–A Gorfinkiel lo secuestran a pesar de los esfuerzos que yo había hecho. Yo tenía una cita agendada codificada para el mismo día en que me secuestraron, no dije nada, me callé la boca y se dieron cuenta al siguiente, me volvieron a torturar. Supongo que debo haber admitido que sí porque total había pasado la cita. Además teníamos un convenio los que estábamos en el mismo ámbito: normalmente usábamos un número de teléfono alquilado para pasarnos mensajes. La única forma de comunicarnos era a través de lo que llamábamos buzones, pero sospechábamos que ese teléfono estaba pinchado, entonces decidimos conservar ese buzón para pasar mensajes de alarma: si un mensaje llegaba a ese buzón había que desconocerlo y pensar “se pudrió todo”. Cuando me ordenaron llamar, pensé: “Esta es la mía” y dejé un mensaje ahí porque era el que usábamos como alarma, yo lo llamo a ese buzón y le dejo una cita... Y Jorge fue... No tendría que haber ido. Poco después, yo repartiendo la comida en el campo, le llevo la comida a la celda y se pone a llorar y me pide disculpas por no haber cumplido con la consigna. Ahí nos pusimos a llorar los dos. Yo le dije: “Pero escuchame, soy yo el que te entregó”.

–Usted cuenta que paradójicamente al ser secuestrados sentían cierto alivio por no seguir siendo perseguidos.

–Además del alivio de no estar perseguido se sumaba el hecho de que yo, por lo menos, no tenía la certeza de que me iban a matar: pensaba que por ahí me salvaba. Pensaba “se acabó, no corro más”. Fue pasando el tiempo y llegué a convencerme de que estábamos todos condenados a muerte. El alivio se terminó, continuó en el sentido que no seguía la pelea, no tenía que seguir escapando, pero estaba condenado.

–A pesar de todo su objetivo era sobrevivir un día más, renovar la esperanza a pesar del horror en que vivía...

–Es agotador pero a mí me resultó imprescindible. No me podía permitir hacer planes de futuro, no me podía permitir lamentarme y decir si salgo en libertad, me voy al exterior, no milito más o milito más. Me di cuenta de que si hacía eso no estaba prestando atención al aquí-ahora y era imprescindible que estuviera siempre atento, si no podía ligármela en cualquier momento. El único plan que me permitía hacer era llegar vivo al día siguiente.

–Usted reflexiona sobre la dificultad de armonizar la necesidad de afecto con la desconfianza sobre todo. ¿Cómo se resolvía ese dilema?

–La vida en un campo de concentración es una vida esencialmente dilemática. Continuamente estás frente a situaciones de “Maldito si lo haces” y “Maldito si no lo haces”. A mí me sirvió el olfato, como línea general sabía que tenía que desconfiar pero no se puede vivir desconfiando. Llega un momento que uno lo siente por la piel, a veces te equivocás pero es el riesgo que corrés. Largabas alguna opinión pero no todas, con otro te abrías totalmente. Eso viene mezclado con la cuestión afectiva que es muy importante, que no es solamente formar pareja, lo afectivo se puede reducir a una mirada, un roce, los pequeños toques de contenido afectivo son básicos en un marco como ése. Para mí, la situación más importante fue con Juanita... (N de R: Juana Armelín, una chica que había militado en el Partido Marxista Leninista de La Plata que entabló una relación con Villani que el represor Samuel Miara, alias “Cobani”, detectó y usó para humillarlos hasta que la hizo desaparecer).

–El caso que muestra la perversión de Cobani.

–A Cobani lo tengo acá (se señala entre ceja y ceja). Yo no tengo odio, tengo bronca, pienso que hay que condenarlos. Pienso que si bien yo en mi interior los condeno, no soy quién para condenar a nadie, será un juez o la Justicia, pero con Cobani no puedo ser tan objetivo. Por suerte después conocí a los hijos de Juanita, nos hicimos amigos y a través de esa relación por lo menos les pude contar.

–¿Cómo superó el saber que hubo secuestrados que colaboraron al punto de torturar a sus compañeros?

–Es una tortura más para el conjunto: para los prisioneros que ven que hay ex compañeros que se dieron vuelta, no saben si ellos no pueden llegar a caer en la misma. Antes creían que eran puros y resulta que terminaron así, en el fondo implica que nadie está a salvo de eso. Por otro lado, no es lo mismo que te torture un torturador que un ex compañero, pero además esa tortura no es sólo para el que está siendo torturado sino que el que tortura está sufriendo una tortura aunque no tenga conciencia de ello.

–Ni siquiera esa degradación extrema les garantizaba la vida, no implicaba un salvoconducto.

–No fue una garantía. En general fueron bastante despreciados, los usaban porque eran útiles, salvo algunos que terminaron pasándose con armas y bagajes para el otro lado. En general los usaban y los tiraban, eran forros.

–Usted cuenta el caso de un hijo de un secuestrado-torturador al que no dejan entrar a la agrupación Hijos.

–Eso es muy duro: qué culpa tiene el hijo de lo que hizo el padre. Son situaciones muy complejas, el ser humano es complejo, no es lineal. Esos hijos que no lo dejaron entrar estaban viendo un retoño del que torturó a sus padres y de un traidor. No se trata de justificar o no, hay que tratar de entender.

–Usted dice que le sirvió comprender que eran seres humanos los torturadores.

–Hitler era un ser humano. Me sirvió para manejarme con ellos. El relato ése del torturador que me torturaba y le dije: “No te entiendo”, me abrió los ojos. Cuando le dije que a él lo estaban usando, me dijo hijo de puta pero paró de torturarme. Otra cosa, todavía hoy tengo que pelear contra una parte de mí que se pasa de rosca pensando “a estos hijos de puta los quiero reventar” porque en ese caso yo no me diferencio de ellos. Yo no soy como ellos y eso lo tengo que defender a muerte. Esa lucha que fue dentro de los campos, sigue hoy. Que ellos me vieran a mí como una cucaracha, como un ser despreciable, primero es su visión maniquea del mundo. Si yo tengo esa misma visión, soy igual que ellos.

–¿Cómo vive el desenlace de los juicios a los represores: como una reparación, como una tarea cumplida?

–Está la parte racional, lo vivo como reparación, como decir gané –no sé si decir gané porque no creo estar libre del todo como no creo que vos lo estés tampoco–. Logré sí hacer algo que intentaron impedir que hiciera. Por otro lado hay una cosa que me gratifica: no soy yo solo, es una sociedad que va cambiando. Todavía hay quien dice por algo será, que deberían haber matado a todos. Son procesos largos, complejos y contradictorios: como suma me parece que van en la dirección correcta. Estas condenas son un fruto de muchos años de lucha de mucha gente, y son un fruto también de la maduración interior de la sociedad.

–El compromiso de dar testimonio, ¿puede implicar que ese horror no se repita?

–Lo que hago está dirigido a que eso pase, pero no es indefectible que pase. Pienso que no hay que bajar los brazos. Hay que estar atentos siempre porque las fuerzas que hicieron producir esto están presentes en todo el mundo. Los que tienen en sus manos el poder se defienden con uñas y dientes: mientras les sirva hacerlo con métodos civilizados lo harán, pero si no recurrirán a cualquier método.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Margarita Camus se representa a sí misma y a otras víctimas del terrorismo de Estado.

“Tenerlos enfrente (a los represores), demostrar con pruebas todo el mal que hicieron. Esa fue la única razón por la que estudié abogacía”, dice.

 Por Ailín Bullentini

Margarita Camus llegó con sus padres al Regimiento de Infantería de Montaña Nº 22 de San Juan, desde donde la habían citado, en noviembre de 1976. “Quedé a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y me trasladaron al penal de Chimbas, donde me torturaron”, rememoró en una entrevista con Página/12. Hoy jueza de Ejecución de Penas en San Juan, Camus es querellante –y su propia abogada– en el primer juicio por delitos de lesa humanidad que se desarrolla en la provincia, en el que están imputados trece represores, entre ellos el militar retirado Jorge Olivera y quien fue jefe del Tercer Cuerpo del Ejército, Luciano Benjamín Menéndez. “Los veo y me acuerdo de la Margarita de 20 años, desnuda y encapuchada, que ellos sometieron. Ahora puedo decirles en la cara que por todo eso irán presos”, dijo Camus, que también patrocina, entre otros, a su hermano Eloy, también detenido y torturado, y a su hermana María Julia.

–¿Por qué decidió ser su propia abogada?

–Existen demasiados detalles que sólo uno, que lo vivió, sabe cómo describir. Como abogada, el hecho de haber sufrido el terrorismo de Estado en cuerpo, mente y alma me avala para traducir mejor esas vivencias en herramientas de justicia para mí y el resto de las víctimas. En lo personal, además, es una manera de cerrar una herida. Tenerlos enfrente, poder demostrar con pruebas concretas todo el mal que hicieron, ésa fue la única razón por la que abandoné sociología (estaba en tercer año de la carrera cuando fue víctima de la dictadura) y estudié abogacía cuando me dejaron en libertad.

–¿Por qué la detuvieron?

–Me citaron desde el RIM Nº 22. Mis padres me llevaron, me recibió el jefe del regimiento y me hicieron quedar. El tipo me entregó al teniente (José) Olivera, el jefe de la patota. Después de unos días de estar allí me trasladaron a Chimbas. Quedé a disposición del PEN. Llegué y fui directo a interrogatorio que el grupo de tareas hacía en la “escuelita” del penal –el aula donde los presos estudiaban–, donde me torturaron con picana, con golpes. Me llevaban atada de manos y encapuchada. Me manosearon y me hicieron simulacros de fusilamiento. De vez en cuando mi abuelo (el ex gobernador depuesto de San Juan, Eloy Camus), que estaba preso ahí también, me veía cuando me sacaban encapuchada y golpeada de la “escuelita”. Lo hacían a propósito, para torturarlo psicológicamente. En el ’77 me llevaron a declarar a un juzgado federal por mi supuesta causa, que iniciaron con un papel que me hicieron firmar encapuchada, golpeada y con un revólver en la cabeza. Dije que yo no había dicho nada de lo que figuraba en ese documento y que quería denunciar todo lo que me hacían en Chimbas.

–¿Qué dificultades encontró hasta llegar a este juicio?

–Las declaraciones ante tribunales militares, recién iniciada la democracia. Me acuerdo de mí y de mi hermano viajando 200 kilómetros para declarar en un cuartel militar de Mendoza, el terror que significó contar todo en un lugar lleno de militares. Muchos sobrevivientes no quisieron pasar por ese momento. Había mucho miedo, había pasado muy poco tiempo y esos tribunales no fomentaban en absoluto ese primer paso. Luego vinieron las leyes de obediencia debida y punto final, los indultos, golpes tremendos. Con los Juicios por la Verdad nos fuimos levantando, y la reapertura de las causas fue un renacer. Y entonces, otro golpe: los camaristas federales mendocinos y la revelación de la connivencia del Poder Judicial con el aparato represivo del Estado. Ahí caímos en por qué las causas tardaban tanto en avanzar, o por qué Cuyo tiene tan pocos represores presos. Los siete prófugos en este juicio son la consecuencia de la actuación de la Cámara de Casación mendocina.

–¿Qué provocó en la sociedad sanjuanina el inicio de este juicio?

–En San Juan siempre se silenció lo ocurrido durante la dictadura y cuesta que la sociedad participe. Aunque la presencia de la juventud durante la primera audiencia del juicio fue esperanzadora, las jornadas son públicas, pero casi toda la gente que participa tiene alguna implicancia. No hay público. El mensaje que se ofrece desde los medios masivos no ayuda. El tratamiento del juicio contra los apropiadores de un chico (Jorge Guillermo Goya Martínez Aranda) durante la dictadura jugó en contra; la foto que resumió todo el juicio según un medio grande de San Juan fue la que muestra al apropiado y a sus apropiadores sonrientemente abrazados. La ausencia casi completa de los organismos estatales de derechos humanos también es un tema. La Secretaría de Derechos Humanos no participó de la instrucción de este juicio (el que analiza su caso, entre otros 60) y se convirtió en querellante hace poco, pero no fue a ninguna audiencia. De hecho no reconoce a La Marquesita como centro clandestino de detención, cuando fue el único de la provincia en el que exclusivamente hubo secuestrados y torturados.

–¿Los imputados son representativos del funcionamiento del aparato represivo de la provincia?

–Falta la policía provincial. Uno de los prófugos, Juan Carlos Coronel, está sindicado como el jefe de esa fuerza, pero el tipo era un milico. Igual se va a poder probar cómo la estructura formal de las fuerzas no era, en realidad, la estructura real, aunque las órdenes eran dadas siempre en forma vertical y ninguno desconocía lo que sucedía. El trabajo sucio, en su mayoría, lo hacían los hombres de menor rango que integraban el grupo de tareas de San Juan y no superó las 30 personas, pero no fue una estructura que se armó con desconocimiento de los jefes. Olivera, acusado por casi todas las víctimas de este juicio, era teniente, un cargo bajo. Por otro lado, no se pudo juzgar a los jefes de cargos altos porque murieron ya. Ellos se sentían tranquilos, se manejaban con total impunidad. Los jueces impartían justicia para ellos.

–¿Qué ventajas o desventajas encuentra en la combinación de las cuatro causas que se analizan en este juicio?

–Hace tres años, en período de instrucción, las querellas pedimos la unificación de las causas. Recién las unificaron cuando fue el juicio. La unificación evitará el desgaste de declarar muchas veces a los testigos, pero también les exigirá un trabajo de memoria riguroso, porque hablarán para muchas causas en una misma vez. En cuanto a los imputados, la unificación de causas permitirá, en muchos casos, la existencia de una condena, ya que se podrá demostrar la sistematización de la represión: la patota torturadora era la misma. Además se podrá probar que los hechos que denunciamos los vivos también los sufrieron los muertos y los desaparecidos.