miércoles, 29 de octubre de 2014

Pedido de tan sólo seis homicidios para cuatro represores en el juicio de Monte Peloni en Olavarria

Seis homicidios para cuatro represores

La fiscalía pidió que se impute a los cuatro represores por seis homicidios. Hasta ahora sólo uno de ellos estaba acusado por dos muertes. Esta semana se escucharon fuertes testimonios de una locutora y de un electricista.

 Por Claudia Rafael y Silvana Melo

Cuando la última audiencia testimonial del juicio por el circuito represivo en Monte Peloni estaba llegando a su fin, el fiscal Walter Romero sacó un as de la manga: ampliar las imputaciones a seis homicidios agravados para los cuatro ex militares acusados. Hasta ahora, sólo Ignacio Aníbal Verdura, amo y señor de la ciudad del cemento entre diciembre del ’75 y del ’77, cargaba con la acusación de dos asesinatos: el de Jorge Oscar Fernández (única víctima de quien los familiares recuperaron el cuerpo) y el de Alfredo Maccarini, cuyos últimos rastros se diluyeron en el centro clandestino La Huerta, de Tandil. A Walter Grosse, Omar “Pájaro” Ferreyra y Horacio Leites sólo se los acusaba de privación ilegal de la libertad y tormentos. Ahora, la acusación busca responsabilizar a todos también de las muertes de los matrimonios Graciela Follini-Rubén Villeres y Pichuca Gutiérrez-Juan Carlos Ledesma.

En las puertas de la audiencia, Graciela Alderete, una mujer parida por el dolor, alzaba una pancarta con el rostro de su hijo. Germán Esteban Navarro tenía apenas 17 años, era travesti, pobre y había elegido para sí el nombre de Mara. Ayer se cumplía una década desde el día de su desaparición, en una causa sin imputados en la que muchos ojos apuntan a la Policía Bonaerense.

Uno de los testimonios más esperados del juicio fue el de Hugo Francisco Ivaldo, electricista y cabo retirado. En una teleconferencia desde Montevideo ratificó cada uno de los detalles de una declaración que hizo en agosto de 1984 ante la Justicia Penal de Azul. Dijo que fue Ignacio Aníbal Verdura quien, en 1977, le ordenó hacer una serie de instalaciones eléctricas en un viejo casco de estancia, cercano a Sierras Bayas. Para eso, tuvo que montar un generador, focos para iluminar una parte del edificio y camas con elástico de alambre en otra. Más tarde, se dañó el equipo y fue convocado para repararlo cuando ya el Monte era una sala principal del infierno. Allí vio a detenidos en condiciones infrahumanas y muy lastimados, con las muñecas atadas a aquellas camas con resorte.

Relató también que en la parte más antigua del Regimiento le hicieron instalar tres reflectores de 1000 watts cada uno apuntando a una silla. Y a la altura de la silla, dos timbres de gran potencia. Toda una escena armada para la tortura.

En este punto apareció el apellido Faggiani: un conscripto que ocasionalmente ayudaba en tareas de electricidad. Fue Walter Grosse quien le preguntó a Ivaldo cómo era el soldado y que lo señalara en la mañana siguiente. Ivaldo habló muy bien de Faggiani. Esa misma mañana se lo llevaron y nunca más se supo de él. A esta historia acudieron los abogados de los represores para intentar desacreditar al testigo: buscarán que se lo impute por “posible comisión de delito de acción pública”, según Claudio Castaño, el provocador abogado de Horacio Leites.

Ivaldo relató su pelea “a trompadas” con un oficial, ante la modalidad de la apuesta para ver quién pagaba el sandwich del mediodía: almorzaría gratis quien tirara más lejos de un puñetazo al desdichado que estaba ciego y atado contra una pared. No lo pudo soportar, dijo. En esos momentos, estaban detenidos en el Regimiento Néstor Laffite, Alberto Hermida y el chileno Vargas Vargas. Uno de los tres fue el blanco elegido.
El Vikingo

El testimonio de Stela Follini, locutora jubilada y hermana de la desaparecida Graciela Follini, reconstruyó en detalle el rol que Grosse sostuvo al frente de LU32, Radio Coronel Olavarría. El Vikingo, como se lo conocía a ese hombre descripto como temible, había sido designado como interventor de la emisora que algunos años más tarde adquiriría Amalia Lacroze de Fortabat. La mujer relató cómo Grosse la acusó de “sublevarse contra la autoridad” por no haberlo saludado una mañana y luego la obligó a presentarse en el Regimiento. Si bien no sufrió consecuencias directas, luego colgaron un memorándum en la sala de locutores con el listado de “siete causas por las cuales un civil se convertía en subversivo”.

Los testimonios de la defensa buscaron alejar ciertas responsabilidades. A Leites, rememorando su intensa actividad hípica que lo sacaba de Olavarría con gran frecuencia. A Grosse, insistiendo con una supuesta hepatitis que lo mantuvo en cama durante un tiempo. Fue Carlos Benito Kunz, productor agropecuario y cuñado del Vikingo, quien dio testimonio de la “enfermedad” que su hija Erica le habría contagiado en 1977.

Poco después, se escuchó la palabra de un suboficial retirado, Miguel Angel Tumini, encargado de la oficina de “justicia” de la guarnición militar que hablaba de “manual antisubversivo” y de las indicaciones de buen trato hacia la población civil. El abogado querellante César Sivo le preguntó entonces si entre los buenos tratos se incluía la indicación de colocar una “capucha” o de torturar. Una mujer, que familiares indicaron como la esposa de Kunz y hermana de Walter Grosse, se retiró murmurando con desprecio “manga de zurdos”.

martes, 21 de octubre de 2014

Testimonio en Entre Ríos

Torturas y sed constante

Un sobreviviente de la última dictadura militar narró que durante su cautiverio estuvo trece días sin tomar agua y dijo que cuando “les rogaba” a sus captores que mitiguen su sed, éstos se negaban para que no muriera por los efectos de la picana eléctrica con la que lo torturaban y prolongar así su interrogatorio.

Carlos Isidoro Weinzettel, uno de los testigos de la megacausa Area Paraná, en la que se investigan delitos de lesa humanidad ocurridos en la costa oeste de Entre Ríos, recordó que después de los interrogatorios, “cuando nos quedábamos solos con la guardia, las torturas seguían. Nos golpeaban todo el día”.

Weinzettel fue secuestrado el 21 de agosto de 1976 y estuvo 14 días con los ojos vendados y maniatado a una parrilla de hierro, donde recibió las descargas de la picana eléctrica. En sus declaraciones señaló al ex auditor del Ejército Jorge Humberto Appiani, al ex médico de Institutos Penales Hugo Mario Moyano y al ex director de la cárcel de Paraná José Anselmo A-ppelhans, de ser partícipes de las sesiones de torturas a que fue sometido. Weinzettel es el esposo de Alicia Ferrer, quien también fue secuestrada. Ella tenía tres meses de embarazo, pero lo perdió a causa de las torturas.

jueves, 16 de octubre de 2014

El caso Toledo

Por Luis Niño *

I. El tema nos retrotrae a fines de junio de 1982, en el último tramo de la dictadura militar. Cumplía yo funciones como secretario del Juzgado de Instrucción N° 3, a cargo del Dr. Carlos Alfredo Oliveri, en turno, para esa fecha, con el Servicio Penitenciario Federal. A través de una nota de rutina, enviada por la dirección de la –hoy desaparecida– cárcel de Caseros, supimos del supuesto suicidio de un joven detenido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional en esa unidad, llamado Jorge Toledo.

Sin aviso previo, el juez y sus secretarios –Susana Pernas y quien suscribe– concurrimos a ese establecimiento y, evitando cabildeos, ascendimos al piso 18, donde se alojaba a los presos que revestían aquella condición. La sorpresa de los funcionarios administrativos era mayúscula: no era usual en esos tiempos que un juez se presentara en la prisión, fuera del consabido ritual de las visitas programadas a esos establecimientos; menos aun, si la noticia que lo convocaba era la muerte de un preso, y –por añadidura– de un preso a disposición de la autoridad gubernativa. Por lo demás, la presencia de los dos secretarios permitía presagiar que se llevarían a cabo actos procesales sobre el terreno.

Así fue: interrogamos a los internos acerca de testigos que pudieran dar cuenta de las causas y circunstancias del penoso episodio y logramos apuntar los nombres y apellidos de una holgada veintena de ellos, dispuestos a declarar sobre el caso, al tiempo que, en base a escuetas referencias obtenidas allí, incautamos el libro de enfermería correspondiente a esa planta y la documentación referida a Toledo.

Cuando ese mismo día, de regreso en el juzgado, cursé las cuatro primeras citaciones de esa lista para que se hiciera comparecer a los convocados en el Palacio de los Tribunales, se nos comunicó que, por “razones de seguridad nacional”, la totalidad de los presos entrevistados horas antes habían sido remitidos a la Unidad 6, de Rawson, Provincia del Chubut.

Hasta allí viajamos entonces, Oliveri y yo, junto al –entonces– auxiliar Marcelo Rodríguez Jordán, aprovechando la existencia de una ley que extendía la competencia funcional de los jueces a todo el territorio de la República, cuando se tratara de asuntos relativos a detenidos vinculados con la subversión; y, valga aclararlo, lo hicimos con viáticos habilitados por la propia Corte Suprema que, presumiblemente, habrá dispuesto los fondos estimando que nos trasladaríamos en tren de investigar ilícitos imputables a aquéllos.

En aquella oportunidad, los veintitantos testigos narraron con llamativa precisión y coincidencia las peripecias vividas por Toledo, que configuraban un paradigma del uso perverso que puede hacerse de determinados medios técnicos para aniquilar a un ser humano privado de su libertad. Y es de rigor añadir que esas decenas de testimonios recibieron corroboración, mucho tiempo después, recuperada ya la democracia, por parte de los médicos de nacionalidad suiza –pertenecientes a la Cruz Roja Internacional– que en su hora habían examinado a Toledo, recogiendo sus relatos y los de sus compañeros de infortunio, y exhortando sin éxito a las autoridades militares un cambio en el tratamiento prodigado a todos ellos y a él en especial. Uno de esos detenidos, Hernán Invernizzi, nos confió que era la primera vez que veía a un juez tras casi una década completa de privación de su libertad.

II. La versión reconstruida a partir de la documentación habida por el juzgado y de la totalidad de las declaraciones bajo juramento reunidas es la siguiente: Toledo era un joven trabajador de la provincia de Buenos Aires. Había sido también un militante de base, con conciencia de clase y con actividad gremial, ni más ni menos. A punto tal que, desbaratadas las acusaciones de subversión armada que habían servido para someterlo a encierro cinco años antes, apenas permanecía detenido exclusivamente a disposición del Poder Ejecutivo.

Su dignidad y su presencia de ánimo no habían decaído, a pesar del tiempo transcurrido y de los sucesivos traslados. Hasta el momento de ingresar al que sería su último lugar de alojamiento, había conservado un optimismo prometeico, que tan pronto le llevaba a gritar desde su celda a los compañeros que resistieran las veintitrés horas diarias de encierro que sufrían, porque –según vaticinaba– faltaba poco para que la dictadura se desplomara, como a dar breves consejos vitales –furtivamente, durante los breves recreos– instando a realizar ejercicios en la soledad de cada habitáculo, para no perder la flexibilidad muscular, o a taparse intermitentemente uno y otro ojo, obligándose con el descubierto a fijar la vista en un dedo de la mano y seguidamente en el extremo opuesto de la celda, para conservar la elasticidad del cristalino y no perder aceleradamente el sentido de la vista.

Esas características de personalidad lo habían convertido en un líder natural, a quien muchos de aquellos hombres, doblegados por las torturas físicas recibidas con anterioridad, y por las psíquicas, que perduraban, confiaban sus secretos, sus temores y sus expectativas.

Cabe apuntar también que, por aquel entonces, se había constituido en el Servicio Penitenciario Federal una –así llamada– División Médico Psiquiátrica, especial, aunque no exclusivamente, dedicada a atender a esos detenidos.

Un cierto día, los carceleros ingresaron al pabellón en busca de Toledo, y dando voces lo llevaron a la enfermería, comentando con tono risueño que él colaboraría con las autoridades, ya que sabía mucho de la vida privada de sus compañeros. Desde entonces, cotidianamente, lo llevaron y lo trajeron, siempre alardeando ruidosamente con la circunstancia de que recibirían información de su elegido acerca de los otros presos. De poco sirvió que él jurara a sus confidentes, en persona o gritando de celda a celda, que nunca había abierto su boca para delatar sus secretos y que ni siquiera se lo interrogaba sobre ellos. Poco a poco, al compás de la ostentosa publicidad de algunos datos mantenidos en reserva por aquéllos, y recogidos por los guardianes vaya a saber cómo –tal vez durante la requisa a las visitas o interceptando mensajes de los propios presos, escritos en papel para armar cigarrillos–, muchos comenzaron a desconfiar de su héroe y a abandonarlo en un aislamiento doblemente doloroso.

Pero ese habría sido sólo el comienzo. Según el relato de los ocupantes de los calabozos contiguos, por las noches había comenzado a suceder un rito maquiavélico. Trepando por las escaleras auxiliares del hueco central del edificio penitenciario, utilizadas ordinariamente por los operarios encargados de reparar el servicio sanitario instalado en cada celda, alguien golpeaba la pared del cubículo de Toledo y lo nombraba, hasta conseguir que despertase. Al responder, sobresaltado, al llamado anónimo, la descarga manual del sanitario desde el exterior de la celda le indicaba simbólicamente a qué materia se lo asimilaba en ese lugar de encierro. El procedimiento se habría repetido diariamente, durante meses, con una meticulosidad digna de mejor causa; y si por las mañanas el sueño lo vencía en el recuento de la guardia entrante, recibía la sanción de aislamiento, consistente en alojarlo en una celda igual de pequeña pero blindada, sin luz ni referencia objetiva alguna, durante varios días.

Tales experimentos desequilibrantes se combinaban con otros, padecidos por todos los internos alojados en el piso 18. El equipo de música funcional era frecuentemente utilizado para difundir una misma marcha militar, o un mismo tango, o una música popular machacona y vulgar, durante horas, monótono ritual que solía combinarse con un sonido de acople agudísimo.

III. Al cabo de tantos meses, la fortaleza de Toledo se desmoronó. El, que había desatendido las provocativas admoniciones de aquel sacerdote que, en lugar de asistir y consolar a los prisioneros, los había reconvenido por sus supuestas faltas e intentaba persuadirlos de que ese purgatorio era el que merecían sobrellevar; él, que había insultado al barbero de la unidad, cuando insistía en demostrar, a él como a los otros, enrollando la toalla que empleaba para sus tareas, cómo se había ahorcado otro detenido y qué fácil era terminar con tanto sufrimiento; él, que recomendaba a sus compañeros de encierro abstenerse de ingerir toda medicación sedante o ansiolítica, acabó por rogar que los profesionales de aquella División Médico Psiquiátrica le recetaran algo para poder dormir.

Con una premura inusual en los tratamientos de intramuros, los especialistas recetaron diversos medicamentos psicotrópicos –Uxen, Librium, Valium– según surgía de la documentación oportunamente secuestrada, como para neutralizar con creces tanto sueño bruscamente interrumpido, tanta desesperación a causa del agudo silbido percibido durante horas, y –luego– tanto aislamiento en un sitio donde se pierde noción de tiempo, de espacio y de toda relación con el otro.

Así pasaron semanas y meses, los últimos de su vida. Aquel que había brillado por su autodominio, que había estimulado a tantos consortes de padecimiento, quedó reducido en breve lapso a una sombra pasiva y somnolienta; y así lo recordaron quienes hubieron de arribar allí tras el comienzo de tal abordaje farmacológico. Hasta que, de pronto, sin indicación terapéutica que avalase la decisión, conforme pudimos acreditar a partir de aquella misma fuente probatoria, se le suprimió el suministro de la medicación.

Durante las jornadas siguientes a ese inconsulto corte del tratamiento, algunos oyeron desde sus lugares de encierro gemidos y sollozos nocturnos, reclamando las drogas regularmente recibidas, en el marco de un evidente síndrome de acostumbramiento. Tras ello, el más profundo aislamiento emocional y social.

De nada sirvió aquella tarde el aliento fraterno de Hugo Soriani, por entonces detenido a escasas celdas de distancia, instándolo a salir de la suya para aprovechar el exiguo recreo cotidiano.

Repentinamente, un movimiento inusual y la demora en devolverlos a sus respectivos cubículos alertó a sus camaradas de infortunio. Al advertir que el personal penitenciario transportaba un cuerpo, pudieron comprobar que Toledo se había acogido, aunque con irritante demora, a la cínica instrucción del barbero de la unidad.

Esa noche, los sobrevivientes del piso 18 se sorprendieron con un menú especial –carne al horno con papas– y una marcha fúnebre como música de fondo, macabra conjunción que ninguno de ellos pasó por alto.

IV. En el Juzgado en lo Criminal de Instrucción N° 3 fueron vinculados a proceso, en su momento, el director del establecimiento y los médicos actuantes, en orden a los delitos de omisión de los deberes de funcionario público y abandono de persona seguido de muerte, respectivamente. Tiempo después, sobrevenida la democracia y ya designado juez en la misma sede, proseguí con la tramitación de la causa, dictando prisión preventiva, conforme a idéntica calificación, contra los facultativos en cuestión, medida que no se hizo efectiva en esa etapa, por habérselos eximido de prisión antes de ser indagados.

El fiscal de juicio mantuvo, a su vez, tal encuadre legal al acusarlos; pero el juez Nerio Bonifati –fallecido años atrás– quien, tras alcanzar la presidencia del Tribunal Superior de Justicia de la Provincia del Neuquén, había regresado a Buenos Aires para desempeñarse, alternadamente, como juez de Instrucción y de Sentencia, al pronunciar su fallo en este último carácter, si bien coincidió en cuanto a dar por plenamente probada la materialidad de los ilícitos mencionados, aludiendo incluso a la existencia de una sistemática de terror dentro de las cárceles durante aquel período, consideró que carecía de elementos de juicio suficientes como para reprochar puntualmente a tales encausados la responsabilidad por el hecho en cuestión, y los absolvió de culpa y cargo. Más aun: me remitió fotocopias de lo actuado para que, en caso de considerarlo oportuno, adoptara algún temperamento.

Dado que su propia resolución vedaba un nuevo juicio sobre los acusados, y por razones de competencia en razón de la materia, elevé esos testimonios a la Justicia Federal en lo Criminal y Correccional, en pos de la investigación de responsabilidades de nivel superior al de la dirección de la unidad. Poco después se me informó que tales actuaciones habían sido archivadas.

En épocas en que se procesa a ex magistrados y funcionarios por acciones u omisiones penalmente relevantes, sucedidas en el período dictatorial, es justo reivindicar a quienes, como el prematuramente desaparecido doctor Carlos Oliveri, supieron actuar con integridad y coraje cívico frente al espurio poder establecido. Y, paralelamente, rescatar la valentía de ese conjunto de ciudadanos que, sujetos aún al redoblado rigor penitenciario, testimoniaron sobre el martirio de Jorge Toledo.

* Juez y profesor universitario

domingo, 12 de octubre de 2014

Isabel Valencia y Horacio Fernández.

“Trilce”
Por José Luis Mangieri

Isabel Valencia y Horacio Fernández.
Militantes activos por un país mejor en la dorada década del ´60 cuando creíamos que a la vuelta de la esquina nos esperaba la historia con los brazos abiertos y nos pegamos un frentazo con 30.000 desaparecidos, miles de exiliados en el exterior y otros milespadeciendo el exilio interior.

Eran dueños de la excelente librería“Trilce” en la avenida Independencia la tres mil, pegadita a la Facultad de Filosofía yLetras. A Isabel la secuestraron y la desaparecieron el 17 de octubre de 1976*en su librería delante de si hijito Camilo (nombrado así en homenaje a CamiloTorres). Isabel era de armas llevar y de poner el cuerpo. Su librería era un lugar mitológico de encuentro de la militancia universitaria, aquella que también puso el cuerpo sin retaceos. Para Isabel, montonera y peronista, aquel17 de octubre fue el punto de partida de su deambular por los centros detortura: el Moyano, la ESMA. AbelLanger, hoy conocido psicólogo, la rastreó por cielo y tierra hasta que LilaPastoriza –también secuestrada en la ESMA– nos hizo llegar el mensaje terminal: “No la busquen más…”.

A Horacio lo quisieron levantar en su casade la calle Colombres en abril del ´77. Tenía una escopeta de caza y se resistió a los tiros. Militaba en la FAL(Fuerzas Armadas de Liberación); también Camilo estaba presente.

Aquella librería “Trilce” tenía un cadete, un pibe, uno más de los que la frecuentábamos diariamente: el Chacho Álvarez,que ya militaba en política buscó afanosamente a Camilo para ayudarlo. Camilo debe andar por los casi 40 años. No sé qué recuerdos tendrá de sus padres militantes ni de los amigos y compañeros que frecuentábamos “Trilce”.

Hoy los rescatamos en esta foto, jóvenes, alegres, entusiastas en su ámbito laboral. Todos éramos jóvenes, todos éramos alegres. Ahí nomás estaba el Mayo francés, la revuelta del estudiantado antiautoritario alemán que dirigía Rudy Dutschke, los hippies norteamericanos que ayudaron al retiro de las tropas de Estados Unidos de Vietnam. Estaban el Che, la China de Mao, Corea del norte, Vietnam y el hervidero de Latinoamérica.

Y estaba Isabel y Horacio en el imán de lalibrería “Trilce”.

En estas líneas no hay melancolía.Simplemente memoria histórica sobre Isabel y Horacio que, como los comuneros de París, fueron al asalto del cielo.

* La fecha de desaparición de Isabel Valencia fue el 12 de octubre de 1976, hace 38 años.

(Extraído de “Treinta ejercicios dememoria. A treinta años del golpe”, Eudeba: Ministerio de Educación, Ciencia y tecnología, 2006.)

martes, 7 de octubre de 2014

Claudio Slemenson: El origen de un mito montonero

Las versiones sobre el secuestro y asesinato de Claudio Slemenson. La investigación y reconstrucción de su familia. La invención de Rodolfo Galimberti y la negativa a rectificarse de Martín Caparrós.

 Por Nicolás Baintrub *

Primera muerte de Claudio Slemenson

Claudio Slemenson murió durante un tiroteo. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Movimiento Peronista Auténtico y delegado nacional de la Unión de Estudiantes Secundarios (U.E.S.). En octubre de 1975, viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia política estudiantil. El 4 de ese mes, a las 13, Raúl Trenchi lo pasó a buscar con su camioneta Rastrojero por el hotel donde se hospedaba y lo llevó a su casa, ubicada en la calle Alsina 74. Trenchi, según consta en las actas del procesamiento a raíz del Operativo Independencia, era un comerciante tucumano de 24 años que militaba en la agrupación Montoneros y vivía con su mujer, Nora Montesinos, con quien tenía una hija de diez meses. Ocho hombres que portaban armas, algunos vestidos de civil y otros ataviados con uniformes militares, irrumpieron en la vivienda y dispararon a matar. Nora Montesinos y su beba no sufrieron heridas, pero Raúl Trenchi y Claudio Slemenson murieron durante el tiroteo.
Segunda muerte de Claudio Slemenson

Claudio Slemenson murió cuando una bomba voló la camioneta Rastrojero en la que circulaba. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Partido Peronista Auténtico etcétera etcétera. En octubre de 1975 viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia etcétera etcétera. Agentes de la Policía de San Miguel de Tucumán hallaron los fierros retorcidos de lo que antes de que explotara la bomba había sido una camioneta Rastrojero. Entre los escombros lograron distinguir cinco cuerpos, de los cuales sólo pudieron identificar el de Claudio Slemenson, cuyo prematuro final fue causado por la explosión de un artefacto de fabricación casera.
Tercera muerte de Claudio Slemenson

Claudio Slemenson murió asado en una parrilla. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Partido Peronista Auténtico etcétera etcétera. En octubre de 1975 viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia etcétera etcétera. Algunos compañeros le recomendaron que no acudiera a los encuentros porque la situación estaba muy difícil y él ya había sido identificado, pero Claudio hizo oídos sordos a las advertencias. Según cuentan Martín Caparrós y Eduardo Anguita en su libro La Voluntad, la historia siguió así: “A Claudio se lo llevaron a un cuartel y lo asaron lentamente en una gran parrilla, para que hablara, y Claudio se murió quemado sin cantar ni una cita”.
Adriana y Mariana

“Disculpame por el desorden, pero mi hijo se está mudando y la casa es un caos total”, dice Adriana Slemenson, melliza de Claudio, en la puerta de su casa del barrio de Colegiales casi cuarenta años después de la desaparición de su hermano. Caos total: uno espera encontrarse con la escenografía de una película postapocalíptica, con ropa tirada en el suelo, libros desparramados, mesas patas para arriba. Pero no, la escena ni siquiera parece propia de una mudanza: no hay cajas apiladas, ni vajilla embalada en el irresistible plástico transparente de las burbujitas, no hay un solo mueble fuera de lugar. Lo que sí hay es un living cálido y apacible de techos altos, ventanales luminosos que dejan ver un jardín con pileta, algunos objetos antiguos en repisas, tres sillones y una mesa ratona. Y sobre la mesa ratona, un cuaderno anillado que contiene unas cien (¿ciento cincuenta?) páginas de fotocopias. Adriana es una mujer muy ordenada y prolija.
El cuaderno

Claudio Slemenson no murió en aquel tiroteo, ni murió cuando una bomba voló el Rastrojero en el que viajaba, y –a pesar de lo que dicen Caparrós y Anguita en La Voluntad, y que fue reproducido en muchos otros libros– tampoco murió asado en una parrilla por no cantar los nombres de sus compañeros. Lo cierto es que no se sabe cómo murió, porque está desaparecido. Mejor dicho: es un desparecido. Sin embargo, hay cosas que sí se saben. Pero eso se encargarán de dejarlo en claro Adriana –la ordenada y prolija Adriana– y Mariana, su otra hermana, la menor de los tres, que acaba de tocar el timbre.

Adriana dice que todo lo que se sabe de Claudio está en el cuaderno que reposa sobre la mesa ratona. Ni en los libros, ni en las leyendas populares: está en el cuaderno. Y en la causa. A partir de ese momento, el cuaderno cobra vida y se hace imposible quitarle la mirada. Su tapa es de una especie de acetato transparente que deja ver la primera carilla: es una foto en blanco y negro oscurecida por una fotocopia de mala calidad, donde se adivina un Claudio joven y bien parecido, de mirada perspicaz, que sonríe hacia la cámara.

El cuaderno tiene una historia: es la historia de Claudio pero también la de Mariana y la de Adriana, y la de Alberto y Aída, sus padres ya fallecidos, y la de todos los Slemenson. Es la búsqueda de una familia, y la documentación, prolija y ordenada, de esa búsqueda.
Las versiones falsas

Las primeras dos versiones de la muerte de Claudio en realidad no revisten mayor importancia. Prácticamente nunca nadie las creyó y fueron más producto de confusiones y malentendidos que de operaciones deliberadas para tergiversar la verdad. La historia del tiroteo fue la primera que oyeron los Slemenson cuando desapareció Claudio, pero quedó rápidamente desestimada porque no tenía asidero. La de la explosión del Rastrojero, tampoco. Aunque le costó a Alberto y Aída algún viaje a Tucumán –alguno más, de los varios que ya habían hecho– y una pequeña pero seguramente tortuosa investigación, que los llevó a descubrir que el vehículo que había explotado no era un Rastrojero o quizás ni siquiera había explotado ningún vehículo, sino simplemente había chocado luego de una especie de raid delictivo que nada tenía que ver con su hijo.

También circularon otras teorías apócrifas. El cura Emilio Gra-sselli (¡ay!), por ejemplo, dijo que Claudio seguramente se había fugado con una chica, mientras que había quienes aseguraban que estaba internado en el Borda. De la búsqueda de Alberto y Aída por los pasillos del hospital psiquiátrico, Adriana y Mariana no dicen mucho. Huelgan las palabras.
El rumor de la parrilla: primera parte

La primera vez que Adriana escuchó la historia de la parrilla fue en boca del dirigente montonero Rodolfo Galimberti, en México. Corría el año 1980 y ambos estaban exiliados –Adriana había recibido la información de que los militares la estaban buscando–. “Tu hermano murió y lo quemaron vivo”, esas fueron, textuales, brutales, las palabras de Galimberti. “Igual yo lo escuché, y así como me lo dijo, lo olvidé. Fue como si no me hubiera dicho nada.”

La segunda vez fue en 1983, en la sala de espera de un CELS atiborrado de gente que, como ella, con la vuelta a la democracia acudía ávida de información, de denuncias, de datos sobre sus familiares desaparecidos. Esta vez fue Juan Martín, otro militante montonero, quien se lo dijo. Juan Martín jamás declaró esta versión frente a la Conadep ni en ninguno de los juicios.

Por lo general es imposible determinar dónde nacen estos mitos que luego quedan arraigados en la cultura (y la literatura y el periodismo) popular como verdades reveladas. No obstante, esta vez sí fue posible. Gracias al sentido común, a una periodista honesta y a dos hermanas que parecían ser las únicas en querer conocer la verdad.
Sentido común

Mariana leyó La otra Juvenilia, donde decía que Claudio había sido brutalmente torturado por no delatar a sus compañeros. El dato le llamó la atención porque ella nunca había escuchado nada parecido –Adriana no le había contado la historia de Galimberti ni la de Juan Martín– y además no constaba en la causa. De todas formas, cualquier nueva información era bienvenida, y les escribió a los autores para ver si ellos sabían algo que ella no, algo que pudiera explicar qué había sucedido con su hermano. Pero Santiago Garaño y Werner Pertot no sabían nada nuevo, simplemente habían leído eso en La voluntad. Entonces Mariana corrió hasta la librería más cercana, pidió el libro, buscó en el índice la S de Slemenson y leyó que “a Claudio se lo llevaron a un cuartel y lo asaron lentamente en una gran parrilla, para que hablara, y Claudio se murió quemado sin cantar ni una cita”. Ni siquiera compró el libro.

Sentido común: si alguien podía escribir con lujo de detalles el final de la vida de Claudio era porque tenía que haber testigos que lo hubieran visto. La respuesta de Caparrós, cuenta Mariana, fue que él no iba a revelar sus fuentes, que qué se creía ella, que la historia no se escribe con testigos, que era algo que él había escuchado.
La verdad

En este punto hay que volver hacia atrás, hasta el cuaderno sobre la mesa. El cuaderno nace alrededor de 2008, pero su gestación se remonta a 1975. Luego de la desaparición de Claudio, sus padres iniciaron una búsqueda incansable: visitas a diputados y senadores de los distintos sectores políticos; telegramas a las autoridades nacionales (desde Isabel Perón hasta Videla, pasando por todos los jueces y ministros habidos y por haber); cartas a la Cruz Roja Internacional, a Amnesty Internacional, al Comité Rusell, entre otras organizaciones; pedidos al Episcopado argentino; gestiones en Inglaterra, Italia, Suiza y Francia; solicitadas en los diarios de mayor tirada; numerosas interposiciones de recursos de hábeas corpus. Toda esa documentación –que Adriana se ocupó de encontrar entre las pertenencias de su madre, quien, pasados treinta años de la vuelta a la democracia, la mantenía escondida por miedo, y luego de ordenarla y anillarla en su prolija carpeta–, toda esa documentación, decíamos, sumada a los testimonios en la Conadep y en la Megacausa Operativo Independencia, es la verdad de Claudio.

Y Claudio era un joven egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía que, con apenas 20 años, era miembro titular del Consejo Superior del Movimiento Peronista Auténtico y delegado nacional de la Unión de Estudiantes Secundarios (U.E.S.). En octubre de 1975, viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia política estudiantil. El 4 de ese mes, a las 13, Raúl Trenchi lo pasó a buscar con su camioneta Rastrojero por el hotel donde se hospedaba y lo llevó a su casa, ubicada en la calle Alsina 74. Ocho hombres que portaban armas, algunos vestidos de civil y otros ataviados con uniformes militares, irrumpieron en la vivienda, secuestraron a Claudio y a Trenchi, y dejaron encerradas en el baño a Nora Montesino, la esposa de Trenchi, junto con su beba. El operativo continuó hasta una segunda casa en donde el mismo grupo secuestró a Amalia Moavro (embarazada de cinco meses) y a su pareja, Héctor Mario Patiño. Se sabe que los cuatro permanecieron cinco días detenidos en la Jefatura Central de la Policía de Tucumán, donde fue visto estacionado el Rastrojero de Trenchi. Luego, según testigos presenciales, de carne y hueso, Claudio y Amalia fueron trasladados al centro de detención clandestino conocido como la Escuelita de Famaillá. Hasta allí llega el rastro de Claudio. Ni tiroteo, ni camioneta, ni parrilla.
El rumor de la parrilla: el origen

La periodista Adriana Robles, en su libro Los perejiles: los otros montoneros también había escrito que Claudio fue brutalmente torturado por no cantar los nombres de sus compañeros. Ella también lo había tomado de La Voluntad y de una especie de verdad que nadie cuestionaba. Una verdad por la que no era posible mencionar el nombre de Claudio Slemenson sin sentir escalofríos. “Yo decía, soy Adriana Slemenson, la hermana de... y todos hacían ‘uuuh’ y miraban como no sé qué. Y yo pensaba, claro, uuuh, Claudio...”. Pero la desaparición de un chico de veinte años, que es en lo que pensaba Adriana, no era suficiente. No: lo habían convertido en un héroe sobrehumano, en un ejemplo a imitar.

Adriana Robles se hizo cargo de lo que había escrito y comenzó a investigar para darle una respuesta a Adriana y a Mariana Slemenson. Así dio con Yuyo, otro militante montonero más en esta historia. Fue Yuyo, a través de una carta que le escribió a Adriana Robles, quien reveló el origen del mito: “(...) Pasados los años, descubrí que Galimberti era un gran fabulador y que inventaba esa clase de cosas para generar en la tropa las reacciones que pretendía, sin importarle demasiado la relación de sus dichos con la verdad. Tengo muchos ejemplos de cosas parecidas, que contribuían a la moral de combate pero era imposible que realmente las supiera. El sostenía que la verdad como concepto es inexistente y que eso le daba derecho a decir lo que se le antojara y fuera útil a sus fines. Esto no es una interpretación mía, sino sus propias palabras, dichas en innumerables charlas entre dos buenos amigos. Se reía de mí diciendo que yo creía en la verdad absoluta e inmanente, mientras él afirmaba que el propio concepto de verdad es sólo un artificio para obtener poder sobre las cosas. (...) Una vez lanzada la versión, nada ni nadie podría jamás hacerlo desmentirse a sí mismo. Y, para peor, todos lo repetíamos como idiotas. (...) Si tenés contacto con Mariana Slemenson, dale mis saludos”.

Nota: Durante la confección de este artículo me comuniqué con Martín Caparrós, quien no quiso responder ninguna pregunta sobre este tema. Por otro lado, tanto Adriana Robles como Santiago Garaño y Werner Pertot modificaron los pasajes referidos a Claudio Slemenson en las ediciones posteriores de sus respectivos libros. Las últimas ediciones de La Voluntad, en cambio, mantienen la misma versión. Según pudieron averiguar Adriana y Mariana Slemenson, la carta de Yuyo nunca fue publicada.

* Periodista.

jueves, 2 de octubre de 2014

UN POCO SOBRE PASTO SECO: LIONEL MAC DONALD

Lionel MacDonald había empezado como militante estudiantil en Santa Fe, hasta que el PRT comenzó a planificar lo que luego sería la Compañía de Monte “Ramón Rosa Jiménez” en Tucumán.

Así subió al monte, a principios del ’74, con un primer grupo “de exploración”, que abrió la posibilidad para que luego se sumaran nuevos contingentes de combatientes.
En diciembre, con la entrega de grados, adquirió el grado de Capitán, y según sus propios compañeros, “caminaba el monte como los dioses”.
Era uno de los encargados del trabajo político con los “contactos”, esto es, los pobladores que vivían (y algunos lo siguen haciendo) a la vera del cerro: por el rubio de su pelo, comenzaron a llamarlo “Pasto Seco”.

Descendiente de escoceses, su madre había sido la compositora de la marcha del ERP, mientras él seguía militando en la Compañía: allí permanecería, hasta que en junio del ’75 le correspondió la responsabilidad de dirigirla.
Luego del golpe de marzo del ’76, y ante la decisión de la dirección del PRT de desactivarla hasta mejores condiciones, pese a estar en desacuerdo, le cupo el trabajo de bajar a los militantes y avisarles a los contactos de las novedades.
En eso andaba, cuando lo sorprendió una patrulla del Ejército el 21 de octubre. Su padre, cuando fue a retirar sus restos a Tucumán, fue recibido por un Teniente Coronel que le entregó el cuerpo y lo felicitó “porque su hijo combatió tan valientemente como el mejor de los nuestros.”

LIONEL MAC DONALD, “PASTO SECO”, “RAUL”, por Raúl Lescano
Era uno de los principales compañeros. Fue el último responsable de la Compañía de Monte, en el ’76. Lo matan en un enfrentamiento, cuando estaba bajando, y se defendió hasta que se quedó sin balas. Eso fue luego de que el Partido diera la orden de disolver la Compañía. Incluso los milicos siempre hablaron de él con mucho respeto. Él fue quien me incorporó al PRT, más o menos para el ’68.

Había sido jugador de Colón de Santa Fe, hasta la cuarta división, como número nueve. Antes habíamos estado juntos en el equipo de Sunchales, que era de la liga regional, hasta que me voy a Ferrocarril Oeste de Santa Fe y él a Colón. Y después, cuando el PRT lo traslada a Rosario, jugó en Newell’s. Se hacía tiempo para jugar al fútbol. Y en la cárcel, del ’71 al ’73, también jugábamos, cuando estuvimos en Resistencia y en Encausados. A él lo largan el 11 de marzo, previo a las elecciones, porque no tenía PEN y hacía rato que había cumplido su condena.
Sus restos fueron restituidos desde el cementerio de San Miguel de Tucumán hasta el de Santa Fe. Llevamos la urna al “Lugar de la memoria”, que es un árbol grande, que tiene alrededor como una maceta de mármol, donde se introducen las urnas. Cuando se hizo eso, se preparó un acto con la familia y los compañeros, donde me pidieron que hable, porque lo conocía desde que éramos chicos, desde el colegio.

Estrella Roja N° 89, 14 de diciembre de 1976
“Consternados, doloridos ante la muerte de nuestros camaradas, rendimos hoy homenaje a quien ha sido un soldado de su pueblo y un jefe indoblegable para sus soldados.
Siempre atento y preocupado por los problemas de las masas, hacia donde se orientó su pensamiento y acción, imbuido del espíritu del pueblo tucumano, conociendo sus necesidades y sus costumbres, supo ser uno de ellos.

Enseñando con el ejemplo de humildad y sencillez dotado de una moral inquebrantable y una voluntad sin límites, llevó adelante la lucha del pueblo tucumano hacia su liberación.
Conciente de la necesidad de organizar y construir para ello un poderoso ejército regular supo ponerse al frente de sus hombres venciendo cualquier dificultad, formando permanentemente a sus soldados, educándolos, conociéndolos profundamente. Supo llegar con la crítica fraterna, con la palabra de aliento o la palmada calmosa y calar muy hondo en el alma de sus hombres, narse el cariño y el respeto de todos los que lo conocieron, los que tuvimos el privilegio de estar bajo su mando y de su pueblo que tanto amó.

Querido camarada Capitán Raúl, tu nombre es bandera de lucha, tu ejemplo de valor y sacrificio nos guiará junto a nuestro Comandante Jefe por el camino de la victoria hasta el triunfo final.

¡EL CAPITÁN RAÚL VIVE EN EL CORAZÓN DE SUS SOLDADOS Y DE SU PUEBLO!
¡COMANDANTE SANTUCHO A LA ORDEN, HASTA LA VICTORIA SIEMPRE!