Amelia Báez, militante de derechos humanos, misionera, querellante en representación del estado de su provincia en causas contra represores y orgullosa vocera de Misiones, historia con nombres propios, tres tomos que le ponen voz a lo que ocurrió durante la última dictadura en aquel pequeño brazo que en el mapa marca el extremo norte del país.
Por Sonia Tessa
Amelia Rosa Báez irrumpió en una reunión de periodistas interesados en los juicios por delitos de lesa humanidad y su relato hizo llorar a todos los presentes, personas acostumbradas a escuchar testimonios desgarradores. Parada al lado de una columna, la mujer de 54 años habló con su inconfundible acento y contó con dulzura su experiencia. Recién llegada desde Misiones, donde es subsecretaria de Derechos Humanos, se decidió a tomar la palabra en esa sala a la que llegó de casualidad. Lo que ella quiso contar es que en su provincia –por su impulso– se publicaron tres tomos del libro Misiones, historia con nombres propios, al que califica como un Nunca Más local. Son relatos que recopilan experiencias de represión, militancia y resistencia en una zona donde las ligas agrarias fueron fuertes, pero también hubo militancia urbana. Está orgullosa de ser querellante en representación del estado provincial –es trabajadora social y la asiste un abogado, pero ella misma se sienta en las audiencias– en los tres procesos orales y públicos que se desarrollaron contra represores, y en los dos que esperan ver concretados pronto. Uno de ellos, contra Carlos Herrero y otros cuatro acusados, tiene fecha para marzo, con 48 testigos. Amelia repite una y otra vez que mucho antes que funcionaria se considera militante.
Tenía sólo 15 años cuando se integró a la UES. A los 18, en septiembre de 1976, estuvo tres días secuestrada en Informa-ciones, el centro clandestino de detención que funcionaba en la parte trasera de la Jefatura de Policía de su provincia. Cuando salió, la tuvieron de rehén durante 45 días para propiciar la caída de su marido de entonces, y una vez que dejó de estar vigilada, recorrió todas las comisarías, cárceles y juzgados para visitar a los presos políticos que –ante todo– eran sus compañeros. Por eso, las madres de desaparecidos y detenidos le pidieron que presidiera Familiares, la organización que articuló la resistencia a la dictadura militar en Misiones. Al principio, eran muy pocas las que –además de recorrer el país para visitar a sus familiares– se atrevían a salir a la calle. El Monumento a la Libertad de la Plaza 9 de Julio, frente a la gobernación. Fue el sitio donde las Madres (“mis queridas viejas”, les dice ella) y los organismos de derechos humanos manifestaban sus reclamos de libertad a los presos políticos y aparición con vida de los desaparecidos.
“En septiembre de 1976 empezaron a caer nuestros compañeros de la UES, empezamos a saber de las torturas aberrantes a las que eran sometidos, se filtraban”, relata y cuenta que después de un allanamiento en su casa, su padre decidió que se entregara. “Hoy, a 35 años, vos decís ¿se fue a presentar? Pero yo ya no tenía más red de contención, cayeron todos mis compañeros. Nosotros no habíamos hablado de qué pasaba si todos caían y yo quedaba sola como ocurrió. Y mi padre era mi única...”, sigue su relato, hasta que la emoción le atraganta las palabras. Su madre era docente y enfermera universitaria de la Cruz Roja. Era la que ponía las inyecciones gratis a todos los vecinos. El padre de Amelia, José Ramón, trabajaba en Obras Sanitarias, era un peronista “fanático” que había conocido la dignidad cuando Perón estableció el estatuto del peón, y él –estibador del puerto de Buenos Aires– dejó de trabajar de sol a sol para saber que tenía derechos laborales.
El relato de Amelia se detiene en aquellos días que fueron bisagra en su vida, aunque no serían los únicos intensos. Tres días estuvo secuestrada. “Antes decía que a mí no me hicieron nada, naturalizando la violencia, porque en el lugar que torturaron, abusaron, violaron a mis compañeras mil veces, no iba a decir que a mí me pasó algo porque yo estuve esposada y adelgacé ocho kilos en tres días, con temor a las violaciones. Al cuarto día me avisaron que salía en libertad”, describe Amelia su paso por un centro clandestino de detención.
Y siguieron los 45 días como rehén, con la policía en la puerta esperando para “cazar” a su marido. De entonces rescata una situación sorprendente. “Vieras la cara de terror con la que me miraban los policías de la provincia al principio, hasta que empezaron a relajarse y ellos mismos nos decían que si venía mi marido tenían la orden de pegarle un tiro en la cabeza, y que tenían temor. No querían hacer eso porque después el alma del ánima no los iba a dejar en paz, para que veas el nivel de comprensión tan sencilla, la creencia popular...”, ejemplifica.
La mujer no duda en definirse: “Siento que hice lo que tuve que hacer en cada lugar que la vida me fue llevando, a partir de mis elecciones, porque yo elegí ser militante”.
Esa elección fundamentó la segunda etapa de su militancia, y seguía siendo casi una niña. Cuando se enteró de la detención de su marido, que estuvo más de dos meses en calidad de desaparecido, Amelia comenzó a recorrer comisarías y juzgados, donde presentaba hábeas corpus que jamás eran respondidos. Empezó a conocer a otras en su situación, mujeres de 45 o 50 años que buscaban a sus hijos. En la Navidad de 1976 blanquearon a presos políticos, entre ellos su marido, que fueron alojados en la cárcel federal de Candelaria, a 20 kilómetros de Posadas, la capital provincial. Todas viajaban en el ómnibus y allí empezaron a organizarse. Un día, dos Madres –Clara Ríos de Zaremba y María Brites de Giménez (ya fallecidas)– llegaron a su casa para decirle que querían elegirla presidenta de la Comisión de Familiares, que hacía falta organizarse.
Hoy, Amelia está orgullosa de su trabajo. “Nadie podrá decir que me vi crecer las uñas desde la función pública”, advierte como metáfora de su entrega. No se anima a concluir un número de víctimas del terrorismo de estado en Misiones. “Es una lista abierta porque hasta en este último libro por primera vez se acercaron personas a contar su historia. Historias impensadas hasta para los militantes de entonces que desconocíamos lo que estaba pasando en la otra punta de la provincia”, dice ahora.
Orgullosa también de dejar un legado de memoria para su tierra, le pone números: “Misiones, historia con nombres propios hasta ahora, tiene tres tomos. El primero es de 387 hojas, el segundo de 380 y el último de 600”, detalla. El día que lo presentó en la Casa de Gobierno, Amelia recordó a sus compañeros con nombre y apellido. El sentido de su trabajo es mantener viva la memoria.
Por Sonia Tessa
Amelia Rosa Báez irrumpió en una reunión de periodistas interesados en los juicios por delitos de lesa humanidad y su relato hizo llorar a todos los presentes, personas acostumbradas a escuchar testimonios desgarradores. Parada al lado de una columna, la mujer de 54 años habló con su inconfundible acento y contó con dulzura su experiencia. Recién llegada desde Misiones, donde es subsecretaria de Derechos Humanos, se decidió a tomar la palabra en esa sala a la que llegó de casualidad. Lo que ella quiso contar es que en su provincia –por su impulso– se publicaron tres tomos del libro Misiones, historia con nombres propios, al que califica como un Nunca Más local. Son relatos que recopilan experiencias de represión, militancia y resistencia en una zona donde las ligas agrarias fueron fuertes, pero también hubo militancia urbana. Está orgullosa de ser querellante en representación del estado provincial –es trabajadora social y la asiste un abogado, pero ella misma se sienta en las audiencias– en los tres procesos orales y públicos que se desarrollaron contra represores, y en los dos que esperan ver concretados pronto. Uno de ellos, contra Carlos Herrero y otros cuatro acusados, tiene fecha para marzo, con 48 testigos. Amelia repite una y otra vez que mucho antes que funcionaria se considera militante.
Tenía sólo 15 años cuando se integró a la UES. A los 18, en septiembre de 1976, estuvo tres días secuestrada en Informa-ciones, el centro clandestino de detención que funcionaba en la parte trasera de la Jefatura de Policía de su provincia. Cuando salió, la tuvieron de rehén durante 45 días para propiciar la caída de su marido de entonces, y una vez que dejó de estar vigilada, recorrió todas las comisarías, cárceles y juzgados para visitar a los presos políticos que –ante todo– eran sus compañeros. Por eso, las madres de desaparecidos y detenidos le pidieron que presidiera Familiares, la organización que articuló la resistencia a la dictadura militar en Misiones. Al principio, eran muy pocas las que –además de recorrer el país para visitar a sus familiares– se atrevían a salir a la calle. El Monumento a la Libertad de la Plaza 9 de Julio, frente a la gobernación. Fue el sitio donde las Madres (“mis queridas viejas”, les dice ella) y los organismos de derechos humanos manifestaban sus reclamos de libertad a los presos políticos y aparición con vida de los desaparecidos.
“En septiembre de 1976 empezaron a caer nuestros compañeros de la UES, empezamos a saber de las torturas aberrantes a las que eran sometidos, se filtraban”, relata y cuenta que después de un allanamiento en su casa, su padre decidió que se entregara. “Hoy, a 35 años, vos decís ¿se fue a presentar? Pero yo ya no tenía más red de contención, cayeron todos mis compañeros. Nosotros no habíamos hablado de qué pasaba si todos caían y yo quedaba sola como ocurrió. Y mi padre era mi única...”, sigue su relato, hasta que la emoción le atraganta las palabras. Su madre era docente y enfermera universitaria de la Cruz Roja. Era la que ponía las inyecciones gratis a todos los vecinos. El padre de Amelia, José Ramón, trabajaba en Obras Sanitarias, era un peronista “fanático” que había conocido la dignidad cuando Perón estableció el estatuto del peón, y él –estibador del puerto de Buenos Aires– dejó de trabajar de sol a sol para saber que tenía derechos laborales.
El relato de Amelia se detiene en aquellos días que fueron bisagra en su vida, aunque no serían los únicos intensos. Tres días estuvo secuestrada. “Antes decía que a mí no me hicieron nada, naturalizando la violencia, porque en el lugar que torturaron, abusaron, violaron a mis compañeras mil veces, no iba a decir que a mí me pasó algo porque yo estuve esposada y adelgacé ocho kilos en tres días, con temor a las violaciones. Al cuarto día me avisaron que salía en libertad”, describe Amelia su paso por un centro clandestino de detención.
Y siguieron los 45 días como rehén, con la policía en la puerta esperando para “cazar” a su marido. De entonces rescata una situación sorprendente. “Vieras la cara de terror con la que me miraban los policías de la provincia al principio, hasta que empezaron a relajarse y ellos mismos nos decían que si venía mi marido tenían la orden de pegarle un tiro en la cabeza, y que tenían temor. No querían hacer eso porque después el alma del ánima no los iba a dejar en paz, para que veas el nivel de comprensión tan sencilla, la creencia popular...”, ejemplifica.
La mujer no duda en definirse: “Siento que hice lo que tuve que hacer en cada lugar que la vida me fue llevando, a partir de mis elecciones, porque yo elegí ser militante”.
Esa elección fundamentó la segunda etapa de su militancia, y seguía siendo casi una niña. Cuando se enteró de la detención de su marido, que estuvo más de dos meses en calidad de desaparecido, Amelia comenzó a recorrer comisarías y juzgados, donde presentaba hábeas corpus que jamás eran respondidos. Empezó a conocer a otras en su situación, mujeres de 45 o 50 años que buscaban a sus hijos. En la Navidad de 1976 blanquearon a presos políticos, entre ellos su marido, que fueron alojados en la cárcel federal de Candelaria, a 20 kilómetros de Posadas, la capital provincial. Todas viajaban en el ómnibus y allí empezaron a organizarse. Un día, dos Madres –Clara Ríos de Zaremba y María Brites de Giménez (ya fallecidas)– llegaron a su casa para decirle que querían elegirla presidenta de la Comisión de Familiares, que hacía falta organizarse.
Hoy, Amelia está orgullosa de su trabajo. “Nadie podrá decir que me vi crecer las uñas desde la función pública”, advierte como metáfora de su entrega. No se anima a concluir un número de víctimas del terrorismo de estado en Misiones. “Es una lista abierta porque hasta en este último libro por primera vez se acercaron personas a contar su historia. Historias impensadas hasta para los militantes de entonces que desconocíamos lo que estaba pasando en la otra punta de la provincia”, dice ahora.
Orgullosa también de dejar un legado de memoria para su tierra, le pone números: “Misiones, historia con nombres propios hasta ahora, tiene tres tomos. El primero es de 387 hojas, el segundo de 380 y el último de 600”, detalla. El día que lo presentó en la Casa de Gobierno, Amelia recordó a sus compañeros con nombre y apellido. El sentido de su trabajo es mantener viva la memoria.
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