lunes, 30 de junio de 2014

Familiares de víctimas de la dictadura hablan del Equipo de Antropología Forense que cumple 30 años

“Miran tu silencio, miran tu sonrisa”

El trabajo de los miembros del Equipo Argentino de Antropología Forense es destacado, tanto por su rigurosidad científica como por su calidez humana, por hijos y familiares de desaparecidos que, gracias al EAAF, pudieron saber qué pasó con sus seres queridos.

“Es una mirada que te escucha, están expectantes a tu reacción para responder.” La definición de la escritora Paula Bombara, que en 2012 se reencontró con los restos de su padre secuestrado en 1975, sintetiza un sentir común sobre los miembros del Equipo de Antropología Forense de los familiares de víctimas del terrorismo de Estado que, gracias al EAAF, pudieron cerrar el duelo iniciado durante la dictadura. “La tarea del Equipo es importantísima para los familiares. Aparte de su profesionalismo, tienen una calidad humana increíble. Les voy a estar agradecido de por vida”, confiesa Horacio Pietragalla, que mucho antes de ser diputado fue “el primer hijo en recuperar los restos de padre y madre”. El periodista Emiliano Guido, que gracias al EAAF pudo enterrar a su mamá, coincide en que “es un grupo humano excelente, además de ser muy profesionales”, y recuerda en particular el trabajo de investigación con el que se encontró la primera vez que se acercó al Equipo, que por estos días celebra sus treinta años de trayectoria.

“Mi primer contacto con el Equipo fue al mes de recuperar mi identidad en 2003. Estaban trabajando en una fosa común del cementerio de San Vicente, Córdoba, y tenían la certeza de que mi papá estaba ahí. Estaban exhumando y tenían muchos indicios, restos de un hombre de casi dos metros, por lo que me piden una muestra de sangre”, recuerda Pietragalla. “Si bien hacía poco que había recuperado la identidad, enseguida empecé a trabajar con Abuelas, así que tenía claro el tema, por eso la confirmación llegó por teléfono”, agrega. “Ir a Córdoba, buscar los restos y enterrarlos en un cementerio junto a los de mi hermano Pablito, a quien no llegué a conocer, fue muy fuerte.”

El segundo capítulo fue al año, cuando recuperó los restos de su madre. “Después de que la matan, mi abuelo hizo muchas averiguaciones, supo que me habían sacado de esa casa y que la habían enterrado en el cementerio de Boulogne. Hizo la denuncia y en 1984 se hicieron exhumaciones, pero no había tanta experiencia en el ámbito de la antropología: se mandaron los cráneos a La Plata, se mezclaron con otros y se perdieron. Con las leyes de impunidad las investigaciones se interrumpieron. Pero parte de los restos quedaron en un depósito, en 2004 el EAAF logró recuperarlos. Con la información que figuraba en la causa y mi muestra de sangre se confirmó la identidad y pude recuperar los restos. Tuve mucha suerte, era el primer hijo que recuperaba los restos de padre y madre. Hoy hay varios casos”, celebra.

“La tarea del Equipo es importantísima para los familiares. Aparte de su profesionalismo tienen una calidad humana increíble. Les voy a estar agradecido de por vida”, dice Pietragalla. Para graficar esa humanidad cuenta que “cuando me avisaron la identificación de mi mamá yo recién me había separado, vivía en un hotel, y fue tanta la euforia que agarré la camioneta, me metí en el Edificio Libertador y me subí a una tanqueta a gritar ‘hijos de puta’. Tenía necesidad de descargarme. Se los conté a ellos y me vinieron a ver varias veces, casi con culpa por si me lo habían dicho bien o no. Y siguieron preocupados por ver cómo seguía. Yo los quiero mucho y tiene que ver con eso, con cómo son con los familiares, cómo se preocupan después de dar la noticia. Respetan todo lo que uno quiera hacer y después de todo ese proceso no se olvidan, son muy cálidos”.

La investigación previa

Raúl Guido y Silvia Giménez fueron secuestrados en junio de 1976, cuando su hijo tenía 15 meses. “Mi primer contacto con el EAAF fue a partir del documental Tierra de Avellaneda, que me prendió la luz sobre ese camino, ya que no tenía idea que se podía lograr la recuperación de los huesos”, relata Emiliano Guido, que entonces militaba en Hijos La Plata. De su primera visita al Equipo recuerda el trato, pero sobre todo el impacto al ver el trabajo previo. “Hicieron una búsqueda en una base de datos para intentar reconstruir qué había pasado con mis viejos después de los secuestros. Ahí me di cuenta de que tenían una muy buena investigación. A partir de unos pocos datos se dieron cuenta de que el caso se inscribía en un secuestro mayor: ese día en Mar del Plata habían caído nueve compañeros del PRT y todo daba a entender que habían terminado en el Pozo de Banfield y que, igual que con muchos chupaderos de zona sur, podían haber sido enterrados como NN en el cementerio de Avellaneda”, relata Emiliano, periodista del diario Miradas al Sur.

Durante años, después de dejar su muestra de sangre, lo contactaron para chequear datos sobre los militantes caídos junto a sus padres. En 2006 llegó el llamado: la identificación de los restos de Silvia, exhumados de una fosa común en Avellaneda. Luego llegaría la decisión del homenaje a la militante que fue su mamá en el cementerio de La Plata, del que participaron miembros del EAAF. “Fue en todo momento un grupo humano excelente, muy profesionales”, destaca.

“Contestar desde el saber”

Daniel Bombara fue secuestrado en Bahía Blanca a fines de 1975. Su hija estaba convencida de que nunca lo encontraría, pero una mañana de 2008, informada de la campaña para que todos los familiares de desaparecidos se hicieran una extracción de sangre, fue el Hospital Tornú y dejó su muestra. “Una botellita al mar”, recuerda Paula, que además de escribir literatura infantil es bioquímica y había leído sobre el trabajo del EAAF mientras estudiaba genética. Tres años después recibió “el llamado”: “Te hablo del EAAF, te queremos ver”.

“Dije ok, no pregunté nada. Sabía que si la muestra se hubiera arruinado me lo habrían dicho. Fue casi una certeza de que lo habían encontrado y entendía que no me lo dijeran por teléfono”, rememora. Por esos días escribía para el libro ¿Quién soy?, sobre nietos recuperados y reencuentros, y estaba citada a declarar como testigo en el primer juicio por delitos de lesa humanidad en Bahía Blanca.

“Decidí no contarle a nadie, necesitaba tiempo, así que fui al EAAF sola. Me encontré con personas súper amables, extrañadas de que no hubiera hecho preguntas. En esa charla, el 16 de junio de 2011, hice un montón de preguntas. Primero técnicas: me interesaba saber sobre el análisis y cómo se manejaban. Después detalles de la investigación, cómo lo encontraron, cómo llegaron hasta ahí. Me asaltaron preguntas que tenía hacía muchos años y por fin encontraba interlocutores que me podían contestar desde su saber, desde investigaciones. Estaba viviendo un imposible, era una sensación de alegría, estaba feliz”, recuerda.

Seis meses después, concluidos los trámites judiciales, volvió al Equipo “a buscar la cajita con los restos de mi viejo”, a quien junto con su mamá decidieron cremar y enterrar las cenizas en la Iglesia de la Santa Cruz. La relación con el EAAF siguió: en marzo último la convocaron, junto con otros familiares, a participar de la pintura de un mural en la ex ESMA, donde funcionará el Banco de Sangre de Familiares.

“Aprecio lo que hacen desde un montón de lugares”, confiesa. “El trabajo científico es súper interesante. Son trabajos interdisciplinarios, eso es riquísimo para el aprendizaje de las ciencias. Más allá de la especificidad de mezclar lo social con lo científico se vinculan con poblaciones y relatos, hay una cuestión sociológica y antropológica de rescate de culturas”, destaca Paula. “Desde el vínculo como familiar rescato la calidez y el saber escuchar. Es una mirada que te escucha. Miran tu silencio, miran tu sonrisa, están expectantes a tu reacción para responder. Es muy difícil comunicar esto, no sabés qué va a pasar con la persona que está recibiendo algo tan soñado. Pero tienen una disposición amorosa que es muy valorable.”

lunes, 23 de junio de 2014

Kasemann, pacifista o revolucionaria

 Por Sergio Bufano *

El sábado 7 de este mes, Osvaldo Bayer publicó en este diario un artículo sobre Elizabeth Kasemann, una joven alemana que fue secuestrada por la dictadura militar en marzo de 1977 y asesinada dos meses después, junto con otros quince militantes en Monte Grande. El crimen masivo fue presentado como un enfrentamiento con tropas del Ejército.

Bayer describe a Elizabeth como una “estudiante de Sociología que se dedicaba en Buenos Aires a estudiar el caso de nuestras villas miseria y dar ayuda a sus habitantes”. Reproduce, además, las declaraciones del ex ministro Klaus von Dohnanyi, quien afirma que “ella era una pacifista interesada por lo social y no se la podía sospechar de terrorista”.

“Como decimos –insiste–, Elizabeth realizaba trabajo social en las villas miseria de Buenos Aires. Y con la inglesa Diana Austin ayudaba a los perseguidos por la dictadura.”

No me cabe ninguna duda de que Bayer lo hace con las mejores intenciones; conozco, además, la labor que ha realizado para denunciar ese crimen, tanto en Alemania como en la Argentina. Publicó artículos, filmó una película, denunció al gobierno alemán por no haber intervenido para salvar su vida, y a la dictadura argentina por la barbarie cometida.

Sin embargo, quiero salir al paso de esa versión piadosa de una militante que participó activamente en la lucha de los años ’70. No he visto todavía la película que se estrenó en Alemania, que dirigió Eric Friedler y en la que participé activamente como testigo directo. Ignoro, por lo tanto, si el cineasta brinda en el film esa imagen de Elizabeth.

Sí puedo afirmar que la descripción de Bayer y del actual gobierno alemán no se ajusta a la realidad. La conocí en 1976 en una reunión en donde se preparaba una acción armada que iba a provocar, seguramente, una gran conmoción. Fui con ella a reconocer el sitio donde se desarrollaría, le expliqué cuál sería su papel y al cabo de una semana de preparación, viajes en tren, charlas y finalmente cenas, nos gustamos mutuamente. Ella estaba sola, y yo también.

Fue una hermosa relación de la que conservo alguna carta enviada por ella a su padre, en la que describe ese vínculo. Me atrevo, por lo tanto, a disentir con la evocación que la muestra como pacífica estudiante de Sociología. Elizabeth estaba clandestina, había militado en el PRT-ERP y participó en parte del operativo para reingresar a la Argentina, por Foz de Iguazú, a uno de los fugados de la cárcel de Trelew. Con otros compañeros se separó de esa organización por disidencias políticas, pero siguió militando en otro grupo político-militar.

Ella y yo decidimos que la acción en la que estábamos embarcados y que íbamos a protagonizar era inhumana. Que no podíamos hacerla sin violar principios éticos que nos hubieran convertido en personajes que no queríamos ser: parecidos a los militares. Decidimos, entonces, mentir a la dirección nacional y boicoteamos el operativo. Si narro este episodio es para que nos aproximemos a su personalidad y su conducta.

Elizabeth no fue una terrorista, como la describió la dictadura, y me consta que su experiencia en el uso de las armas era muy escasa, casi nula. Pero era miembro de una organización armada, estaba prófuga y dispuesta a usar la violencia, aunque con los límites que impone la conciencia moral.

Durante el Juicio a las Juntas, los testigos se presentaban como miembros de organizaciones de superficie, ajenos a la actividad armada. Era natural ese comportamiento porque el sistema democrático era frágil, los militares conservaban el poder, y todavía costaba imaginar que en los siguientes treinta años perduraría la democracia. Existía temor, desconfianza, recelo.

Sabemos que en el ejercicio de la memoria siempre aparecen las necesidades del presente. En 1985 era legítimo renegar de un pasado revolucionario y “mostrar” apenas una faz de la militancia. Aquel presente lo imponía. Hoy ya no tenemos ese condicionamiento y podemos asumir quiénes fuimos, quiénes fueron.

Al cabo de tres décadas tenemos la obligación de exponer la verdad y hacernos cargo de nuestro pasado. No sólo el pasado de los sobrevivientes sino también el de los muertos. La sociedad ya conoce el papel jugado por los militares de aquel entonces: sus crímenes, sus campos de concentración, sus torturas y desapariciones. No es necesario crear figuras bondadosas para demostrar la perversidad de la dictadura. Es obligación de los sobrevivientes respetar la identidad de las víctimas. Afirmar que Elizabeth era una “pacifista” que ayudaba en los barrios es un error. Porque no lo era. Porque, como toda esa generación, aspiraba a protagonizar una revolución socialista que acabara con la injusticia social. La tendencia a crear mitos que desdibujan la verdadera identidad de los que murieron se repite en la historia universal. Y hay que estar atentos para evitar la épica o la victimización.

Elizabeth no quiso abandonar la lucha. “La clase obrera no se exilia”, me dijo en diciembre de 1976, mientras me entregaba un pasaporte que me permitió partir hacia México. El 8 marzo fue secuestrada.

Inútil fue la denuncia presentada inmediatamente en la Embajada de Alemania en México. Fue como embestir una pared de acero: se lavaron las manos. La abandonaron cuando podrían haberla rescatado con vida. La denuncia contra el gobierno de Helmut Schmidt que formulan Bayer y Friedler es verdadera e ilustrativa. Porque hoy sabemos que la vida de ella fue entregada a cambio de un partido amistoso entre la selección alemana y la argentina. Y por la venta de armas y otros tantos negocios oscuros.

Si existiera un cielo y en él estuviera Elizabeth, puedo imaginarla furiosa con el gobierno alemán que permitió su asesinato. Y contrariada con quienes, aun con la mejor voluntad, convierten a la revolucionaria que fue en una estudiante solidaria que visitaba barrios pobres.

* Periodista y escritor. Director de la revista Lucha Armada.