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lunes, 5 de marzo de 2018
jueves, 4 de enero de 2018
Testimonio de Edu Nach : "Perdimos y seguimos perdiendo, pero como dice Nora Cortiñas: Venceremos"
Lo dijo Eduardo Nachman, que declaró en el juicio conocido como “Cuatrerismo-Brigada Güemes”. Hijo del actor Gregorio Nachman, secuestrado el 19 de junio de 1976 en Mar del Plata. En este juicio se juzgan los delitos de lesa humanidad cometidos en los centros clandestinos de detención Puente 12, Protobanco y en la Comisaría de Monte Grande. Eduardo dialogó con Fernando Tebele y María Eugenia Otero en el programa Oral y Público que se emite por Radio La Retaguardia y contó las sensaciones después de dar su testimonio por primera vez. Edu invita al teatro en Mar del Plata para ver Nachman por Nachman. (Por La Retaguardia)
Foto: Gregorio y Eduardo
En este nuevo juicio, que comenzó el 12 de octubre de este año, se investigan los crímenes contra la humanidad de 125 víctimas cometidos en Puente 12, Cuatrerismo-Brigada Güemes, durante noviembre del ’74 y febrero del ’77, y en la Comisaría de Monte Grande entre julio del ’76 y octubre del ’78. Están imputados nueve genocidas, entre los que se encuentra Miguel Etchecolatz, ya que otros cinco fallecieron antes del inicio del juicio y uno fue apartado por incapacidad. El proceso está a cargo del Tribunal Oral en lo Criminal Federal N°6 y se desarrolla en la Sala AMIA de Comodoro Py. Allí declaró Eduardo Nachman el secuestro de su padre, un testimonio muy completo que contó con la reconstrucción de sobrevivientes que compartieron cautiverio con Gregorio: “Estoy bien, conmovido. Por una parte contento por haber dado el testimonio y honrado la memoria de mi viejo, pero me sigue conmoviendo y emocionando ese recuerdo. El testimonio fue fuerte y contundente a pesar de las muecas de los abogados de los genocidas y torturadores. Fui con pruebas muy relevantes de los testimonios de los que estuvieron detenidos con mi viejo. Él estuvo en Brigada Güemes, ahí en Puente 12, Cuatrerismo y Protobanco, toda una serie de casas de tortura, muy cerca de Ezeiza. Lo secuestraron el 19 de junio del '76 en Mar del Plata. Fue trasladado rápidamente a Banfield, Provincia de Buenos Aires, junto a un grupo grande de marplatenses secuestrado el mismo día. Ahí fueron distribuidos a distintos centros clandestinos de detención”, expresó Nachman en el programa de los juicios a los genocidas que conducen Tebele y Otero por Radio La Retaguardia.
El testimonio de Eduardo fue muy completo y contó con documentación muy concreta. El trabajo de reconstrucción de los hechos que comenzó su madre fue continuado y plasmado en este juicio por Nachman hijo, que más allá de la emoción, se fue contento por la contundencia del relato: “La reconstrucción tuvo que ver con el orden de los testimonios que fueron llegando a partir de los años. Fue cuestión de leerlos nuevamente y ordenarlos. Eso golpeó bastante a los abogados de los genocidas porque no esperaban que yo lleve incluso los habeas corpus y las notas de rechazo de la Brigada de Investigaciones de Mar de Plata, de la Base Naval, de la Policía, que yo guardaba. Yo ordené los papeles que dejó mi mamá. Felizmente, esos testimonios se acomodaron bastante. Tal es así que no hicieron ninguna pregunta en el juicio y los jueces estaban contentos de tener esa documentación. Yo tenía los papeles de la Comisión Internacional de Derechos Humanos que vino en el '77. También eso ayudó a mi testimonio sobre la detención de mi viejo”, contó.
Para Nachman, la razón del traslado de la ciudad costera donde fue secuestrado su papá hacia los centros clandestinos de detención del Conurbano tuvo que ver exclusivamente con el deseo y la necesidad de control del Jefe de la Policía Bonaerense durante la dictadura militar: “(Miguel) Etchecolatz manejaba todo. Evidentemente los quería más cerca. En Mar del Plata hubo varios centros clandestinos de detención, pero fueron de traslado, salvo El Faro y la Base de Submarinos, que era base de tortura y de traslado. Mar del Plata tuvo más de 200 secuestrados, en una población bastante chica, y casi todos fueron trasladados”, agregó.
El testimonio
Nachman pudo reconstruir no solo por qué centros de detención pasó su padre sino que también conoció algunas de sus sensaciones y comportamientos dentro del horror, gracias a los valientes relatos de sobrevivientes que compartieron cautiverio junto a Gregorio: “Me significó una emoción bastante profunda de nuevamente recordar a mi viejo, pero en la peor circunstancia y dando testimonio de un sobreviviente que dijo que mi viejo era muy amable adentro; que se enfermó y lo mandaron a operar. Después, otro testimonio decía que era muy amable y muy macanudo y que en determinados momentos lo vio demente producto de las torturas. Eso duele. Duele la deshumanización que sufrieron mi viejo y los demás compañeros. Pero bueno, honrando la memoria. Cuando nosotros decimos Juicio y Castigo como consigna es una tarea. A pesar de la desconfianza que uno supone en esta justicia, tampoco hay que abandonar esta trinchera. No digo que sea la única, no digo que sea la mejor, de ninguna manera. La mejor sabemos que es en la calle, pero no vamos a abandonar esta trinchera”, aseguró Nachman, valorando la continuidad de los juicios a los genocidas y asegurando que la lucha para conseguirla está en la calle. La investigación que realizó fue exhaustiva y contó con detalles de precisión para lograr la condena de los represores: “Hubo datos que conocí a partir de leer bien los testimonios que tenía viejos. Uno, anónimo, que había llegado apenas se creó la Conadep. Otro, en 2007, de un sobreviviente. Son datos que tenía y que los volví a leer y ordenar. Por otra parte, en el juicio por la verdad en Mar del Plata me enteré que el secuestro, en un Peugeot 504 verde claro, lo ejerció José Francisco Bujedo, suboficial de inteligencia en la Marina. Era un árbitro de fútbol afamadísimo en Mar de Plata y en distintos lugares. Ya fue condenado y goza de prisión domiciliaria que burla con frecuencia”, dijo Eduardo con la indignación a cuestas.
El hijo de Gregorio Nachman confesó en la Retaguardia que la emoción no le permitió decir todo lo que hubiese querido durante su declaración. De todos modos, compartió el cierre de su de testimonio y la referencia a una de las máximas exponentes en la defensa de los derechos humanos en el mundo: “Nosotros perdimos. Yo perdí a mi papá. Perdimos un director de teatro, perdimos al papá de mis hermanos, perdimos a los compañeros, perdimos a los 30 mil. Perdimos y seguimos perdiendo. Pero hay que aprender de una frase que dice Nora Cortiñas cada jueves en la Plaza de Mayo: Venceremos. Es un desafío y esperanza. Tiene que ser una lucha, no de esperar sino de trabajar en función de ello. Esa es la tarea, vencer”, reprodujo Eduardo.
‘Gregorio por Nachman’
Por último, Eduardo invitó a ver la obra teatral galardonada con diferentes premios (entre ellos el Estrella de Mar el verano pasado) que se presenta en Mar del Plata y homenajea a su padre, Gregorio: “Los espero en el Séptimo Juego, un centro cultural y teatro muy bueno en la calle Bolívar, Mar del Plata. Vamos a dar ‘Gregorio por Nachman’, una obra que hicimos y seguimos recibiendo premios. No solamente rompimos con el Estrella de Mar, sino que seguimos rompiéndola. Rompemos la paciencia de muchos también, pero ganamos el premio Vilches y nos acaban de premiar con el premio Teatro del Mundo. Seguimos cosechando premios que son mimos y vale la pena recordar; Hacer un biograma recordando a mi viejo todos los domingos. Próximamente estrenaremos la película. Estamos juntando testimonios muy valiosos de gente que estudió o hizo teatro con mi viejo y de muchos artistas que laburaron con él”, contó Eduardo Nachman.
miércoles, 12 de julio de 2017
Los desaparecidos de Racing: víctimas de la dictadura atravesadas por dos pasiones
Los desaparecidos de Racing es un libro del sociólogo Julián Scher que recopila once historias de hinchas fanáticos del club de Avellaneda y comprometidos políticamente que fueron víctimas del terrorismo de estado durante la dictadura militar. Scher dialogó con Fernando Tebele en el programa Oral y Público por Radio La Retaguardia y contó de qué se trata este libro. (Por La Retaguardia)
“Los desaparecidos de Racing es un libro que compila las historias de once hinchas de Racing que fueron víctimas del genocidio que sufrió la Argentina. Son once biografías a partir de dos grandes ejes: la pasión por el fútbol en general y por Racing en particular y la pasión por la política o el compromiso social. El libro usa a Racing un poco como una excusa, aunque podrían ser hinchas de cualquier otro club, para intentar que el fútbol se vuelva una herramienta para que gente que por distintos motivos a quedado alejada de esta cuestión se arrime y pueda entender qué es lo que ocurrió en la Argentina”, comenzó relantando Scher, mostrando el objetivo de vincular la temática de los desaparecidos con el fútbol para que las personas que no están involucradas con lo que pasó durante el golpe militar del 1976 logren inmiscuirse en esos asuntos al menos por su fanatismo por el fútbol.
¿Por qué estas historias?
“Fueron cayendo un poco así al azar en el transcurso de la investigación. Cuando comencé conocía solamente dos casos, el de Roberto Santoro y el de Alejandro Almeida, y me propuse contar once historias por lo que significa el número once para cualquiera que es futbolero. Es la posibilidad de jugar en equipo, de ser un rato felices con otros. La verdad que no sabía cuántos casos iba a encontrar porque no hay clasificaciones de los compañeros desaparecidos según de qué cuadro eran hinchas. No sabía si iba a encontrar dos o dos millones. Las primeras once historias en las que no solo encontré el caso sino que después pude dar con los testimonios de familiares, compañeros y amigos, son las que figuran en el libro. Después en la introducción hay nombrados diez casos más y antes de la salida del libro, que fue en la primera o segunda semana de mayo, hasta acá aparecieron varios casos más que ojalá en algún momento puedan contarse. Creo que contar la historia de cualquiera de los 30 mil compañeros detenidos-desaparecidos es en sí mismo un acto de justicia”, le respondió Scher a Fernando Tebele en Radio La Retaguardia.
Scher explicó en torno a qué basó estas pequeñas biografías de fanáticos de fútbol con una militancia política y social muy comprometida: “El eje está puesto en la vida. Era lo que quería hacer. All Boys, que es uno de los clubes que ha hecho cuestiones para contribuir con la Memoria, la Verdad y la Justicia, tiene un mural en una de las ochavas de su estadio con los rostros de cinco socios desaparecidos y dice 'aquí fueron muy felices'. Un poco el espíritu de cada una de estas pequeñas biografías es reconstruir sus vidas desde la alegría, desde la pasión por el fútbol, desde la pasión por Racing, desde la pasión por la política y desde la pasión por vivir, básicamente”, dijo.
Las historias que narró el autor abarcan tanto a jóvenes como adultos y demuestran que más allá de las edades estaban unidos por un objetivo en común y también los guiaba la misma pasión por los colores: “La historia del Turco (Jorge Cafatti) es muy conmovedora: su pasión por Racing, por su barrio, por su gente y el amor con su familia. Forma parte de los tres o cuatro casos de gente 'más grande'. El resto eran chicos muy jóvenes cuando fueron desaparecidos como Gustavo Juárez, que era alumno del Colegio Nacional Buenos Aires y lo desaparecieron con 19 años. También al hijo de Taty Almeida (Alejandro Almeida) que tenía 20. La verdad que medio por una cuestión de suerte quedó bastante variada la muestra de once casos, sin que fuera hecha a propósito. Me parece que cada una de las historias, con sus particularidades, permiten entender un poco cómo es que esa generación, o más que una generación, tuvo el compromiso que tuvo y la voluntad de construir un mundo más justo”, manifestó.
En Los desaparecidos de Racing también aparece la historia de Jacobo Chester, quien fue torturado por el represor Luis Muiña, el genocida que obtuvo el beneficio del 2x1: “Zulema, su hija, que tuvo la enorme generosidad de charlar conmigo para poder construir la biografía de su papá, recuerda perfectamente que Luis Muiña integraba el Grupo de Tareas del centro clandestino de detención que funcionaba en el Hospital Posadas. Ingresó a su domicilio para secuestrar a su papá. Todo esto nos da bronca y nos parece aberrante, no solo a nosotros sino a las miles de personas que salieron a manifestarse después del fallo de la Corte Suprema. Jacobo Chester, por lo que cuentan sus amigos, sus familiares y sus compañeros de trabajo, era un fenómeno haciendo relaciones públicas. Jacobo no era un fotógrafo ni mucho menos. Era un gran hincha de Racing y él simulaba ser fotógrafo para poder meterse en la cancha y estar cerca de sus ídolos”, narró Scher, adelantando intimidades de la vida de los personajes reales de su libro.
Uno de los primeros que se animó a introducir el fútbol en los libros fue Roberto Santoro con Literatura de la Pelota. Heredando su intención, Julián Scher lo incluyó en su libro y reflexionó sobre lo que conoció de él: “Desde chiquito mi papá me explicó dos cosas: que Santoro era de Racing como nosotros y que tenía claro quiénes eran los hijos de puta, como nosotros también. Era medio imposible no adentrarse en la historia de él. Siempre supe que Santoro era de Racing pero no me imaginé que Racing había ingresado a su vida mucho antes que la poesía y la literatura, mucho antes que la política. Sus papás eran muy de Racing, su tío también y eso lo llevó a cometer un acto entre la imprudencia y la locura. En su propia luna de miel dejó abandonada a su mujer durante unas horas y se fue a ver a Racing. No sé cuántos se animarían a hacer eso. Yo tenía claro, como cualquiera de nosotros, que para la inmensa mayoría de los 30 mil compañeros detenidos-desaparecidos la política era un fuego y una pasión determinante. Lo que no tenía tan claro es que en muchos casos, más allá de que acá son once, el fútbol también consistió una pasión muy importante que se mamó desde chico y era una identidad afectiva de tremenda potencia como nos sigue ocurriendo a muchos todavía hoy” admitió Scher.
Presentación del libro en la cancha de Racing
“El viernes 14 de julio a las 19 horas lo vamos a estar presentado en la mismísima cancha de Racing. Me parece algo importante, no solo por lo que significó Racing para cada una de estas once historias, sino porque más allá de los reproches que se le puedan hacer o los estudios de por qué el fútbol en general y los clubes en particular hicieron menos de lo que podrían haber hecho por construir Memoria, Verdad y Justicia, me parece que todavía es mucho lo que pueden hacer en esta batalla todavía vigente por explicar qué es lo que pasó en el país. Me parece simbólico que podamos presentar el libro en esa cancha donde muchísimas veces estos once compañeros fueron muy felices” cerró Julián Scher, reflexionando sobre la importancia que tiene que desde lugares tan masivos como el fútbol se le dé relevancia a los derechos humanos y se denuncien los horrores que cometieron los militares en la Argentina.
El libro Los desaparecidos de Racing fue editado por Grupo Editorial Sur. Puede conseguirse en la cancha de Racing y en las librerías que figuran en las redes sociales del libro: Facebook: Los Desaparecidos de Racing. Instagram:@Los desaparecidos de Racing. Twitter:@DesaparecidosRA
martes, 15 de noviembre de 2016
El caído del cielo" recrea la historia de un militante del ERP convertido en santo popular
“El caído del cielo”, un filme de Modesto López se estreno ayer jueves en el Gaumont, y estará en cartelera una semana, narra la increíble historia de Tomás Francisco Toconás, un campesino tucumano que en 1975 se unió a las filas del Ejército Revolucionario del Pueblo y fue convertido en santo popular por los pobladores de la localidad santiagueña de Pozo Hondo, lugar donde su cadáver fue arrojado desde un helicóptero militar tras haber sido torturado.
A través del mito nacido en Pozo Hondo, López se aboca a la búsqueda de la identidad de aquel militante popular secuestrado por las Fuerzas Armadas en pleno Operativo Independencia y lanzado desde el cielo -tal vez como advertencia del horror que se avecinaba en la Argentina-, mientras sus hijos quedaban en la calle y su esposa era sistemáticamente violada y obligada a lavar la ropa de sus secuestradores.
Sin saber de quién se trataba, los pobladores del lugar convirtieron al caído del cielo en un santo popular, a quien le iban a rezar para pedir deseos y milagros, pero 37 años después un grupo de antropólogos forenses fue convocado para investigar la verdadera historia y darle identidad a los restos de quien en vida fuera Tomás Francisco Toconás.
“Toconás era un hombre muy humilde, cortador de leña, que vivía con su mujer y sus seis hijos cerca de un río pegado a Santa Lucía, en Tucumán. Me llamó mucho la atención que los militares se ensañaran tanto con un hombre tan humilde y su familia, ya que le quemaron el rancho, a la mujer la violaron permanentemente, y para sembrar el terror en la zona lo tiraron desde un helicóptero”, recordó López en diálogo con Télam.
“En general uno habla de los grandes héroes latinoamericanos, pero pocas veces se habla de estas personas desconocidas que dieron su vida por un futuro mejor y que ayudaron a que esos héroes existieran. Toconás fue un héroe anónimo, que todos los días contribuía a mejorar las cosas, gente que a veces no vemos, pero vive y sueña. Quería destacar que, cómo él, muchos desconocidos trabajan por hacernos la vida un poco mejor”, afirmó
A través del mito nacido en Pozo Hondo, López se aboca a la búsqueda de la identidad de aquel militante popular secuestrado por las Fuerzas Armadas en pleno Operativo Independencia y lanzado desde el cielo -tal vez como advertencia del horror que se avecinaba en la Argentina-, mientras sus hijos quedaban en la calle y su esposa era sistemáticamente violada y obligada a lavar la ropa de sus secuestradores.
Sin saber de quién se trataba, los pobladores del lugar convirtieron al caído del cielo en un santo popular, a quien le iban a rezar para pedir deseos y milagros, pero 37 años después un grupo de antropólogos forenses fue convocado para investigar la verdadera historia y darle identidad a los restos de quien en vida fuera Tomás Francisco Toconás.
“Toconás era un hombre muy humilde, cortador de leña, que vivía con su mujer y sus seis hijos cerca de un río pegado a Santa Lucía, en Tucumán. Me llamó mucho la atención que los militares se ensañaran tanto con un hombre tan humilde y su familia, ya que le quemaron el rancho, a la mujer la violaron permanentemente, y para sembrar el terror en la zona lo tiraron desde un helicóptero”, recordó López en diálogo con Télam.
“En general uno habla de los grandes héroes latinoamericanos, pero pocas veces se habla de estas personas desconocidas que dieron su vida por un futuro mejor y que ayudaron a que esos héroes existieran. Toconás fue un héroe anónimo, que todos los días contribuía a mejorar las cosas, gente que a veces no vemos, pero vive y sueña. Quería destacar que, cómo él, muchos desconocidos trabajan por hacernos la vida un poco mejor”, afirmó
sábado, 5 de noviembre de 2016
30 octubre 2016 : Baldosa para Hernán Abriata
Con una nutrida concurrencia de familiares y compañeros, se colocó una baldosa en homenaje a Hernán Abriata.
Estuvo
junto a sus hijas y nietos, Betty, la mamá de Hernán, que no ha dejado
de exigir justicia por Hernán, y reclamar denodadamente por la
extradición del genocida Mario Sandoval quién participara activamente en
el secuestro de Hernán, y que se encuentra actualmente en Paris.En este
sentido, se está realizando diversas gestiones en el Parlamento
Europeo, con el objetivo de impedir que un genocida viva impunemente, y
que responda ante la justicia argentina, donde se desarrolla la causa
por la desaparición de Hernán Abriata
sábado, 1 de octubre de 2016
Rememorando dignidad... continuando con los principios y la lucha
Un escrache personal
Reconoció a Scheller, segundo del Tigre Acosta. Se le acercó y lo denunció en público. La gente insultó al represor, que calló.
El capitán Raúl Scheller, o Mariano o Pingüino (camisa a cuadros), rodeado de amigos.
Respondió cuando lo llamaron por su alias. Después cruzó las manos y no dijo ni hizo nada más.
Por Felipe Yapur
Los dos hombres caminaron lo más rápido que podían por Rivadavia frente a la Plaza de los Dos Congresos sin decir una sola palabra. Cuando se alejaron unos metros de la esquina de Rodríguez Peña, se dieron vuelta y miraron hacia el bar Start Café, y sonrieron. “Lo hicimos Quique, por fin lo hicimos. Escrachamos al asesino, al hijo de puta de Scheller. El que nos torturó”, gritó Carlos al tiempo que se abrazaba con su viejo amigo Enrique Fukmam. Parecían adolescentes pero no lo eran, son ex detenidos desaparecidos que descubrieron por casualidad al hombre que los torturó en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y, tras veinte años de espera, se encontraron con el capitán Raúl Scheller o Mariano o Pingüino, como se hacía llamar cuando personalmente torturaba a los desaparecidos. Le gritaron y se sacaron la bronca por la picana, la capucha y el asesinato de miles de personas que, como ellos, pasaron por el principal campo de concentración de la Marina y no tuvieron la suerte de sobrevivir.
Reconoció a Scheller, segundo del Tigre Acosta. Se le acercó y lo denunció en público. La gente insultó al represor, que calló.
El capitán Raúl Scheller, o Mariano o Pingüino (camisa a cuadros), rodeado de amigos.
Respondió cuando lo llamaron por su alias. Después cruzó las manos y no dijo ni hizo nada más.
Por Felipe Yapur
Los dos hombres caminaron lo más rápido que podían por Rivadavia frente a la Plaza de los Dos Congresos sin decir una sola palabra. Cuando se alejaron unos metros de la esquina de Rodríguez Peña, se dieron vuelta y miraron hacia el bar Start Café, y sonrieron. “Lo hicimos Quique, por fin lo hicimos. Escrachamos al asesino, al hijo de puta de Scheller. El que nos torturó”, gritó Carlos al tiempo que se abrazaba con su viejo amigo Enrique Fukmam. Parecían adolescentes pero no lo eran, son ex detenidos desaparecidos que descubrieron por casualidad al hombre que los torturó en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y, tras veinte años de espera, se encontraron con el capitán Raúl Scheller o Mariano o Pingüino, como se hacía llamar cuando personalmente torturaba a los desaparecidos. Le gritaron y se sacaron la bronca por la picana, la capucha y el asesinato de miles de personas que, como ellos, pasaron por el principal campo de concentración de la Marina y no tuvieron la suerte de sobrevivir.
“Pensar que esa bestia solía acercarme y llamarme ‘sojuzgado’. Ni por el número que nos daban cuando nos chuparon me llamaba. No te imaginás lo bestia que era cuando estaba desatado. Torturaba con una saña que el Tigre Acosta parecía un niño de pecho”, recordó Carlos, un ex militante montonero que pidió mantener su apellido en reserva y que permaneció detenido junto a su mujer Lita y su hijo Rodolfo de 20 días durante dos años y medio en la ESMA, mientras se apoyaba en una columna de luz. “Estoy tomando conciencia de lo que hice”, le aseguró a Página/12 sin poder contener las lágrimas y, haciendo un esfuerzo, intentó describir a Scheller: “Metía miedo, terror. Imaginate, todos los que estábamos allí temblábamos cuando teníamos puesta la capucha y escuchábamos su voz”.
El capitán Raúl Scheller supo muy bien cómo imponer el terror. Fue un alto oficial de inteligencia del grupo de tareas 3.3.2 que funcionó en la ESMA y el segundo del hoy prófugo Jorge “Tigre” Acosta. Fue el responsable de la desaparición de las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, tenía una lista con el destino de las mujeres embarazadas y de sus hijos. Hasta 1987 estuvo detenido con prisión preventiva rigurosa y fue desprocesado por la ley de Obediencia debida.
Ayer Scheller, el torturador, estaba compartiendo una mesa de café con cuatro amigos. Todos parecían ex colegas del marino y, tal vez, se habían encontrado para despedir el año. Hablaban tranquilos, serios y nada ni nadie los distraía. El grupo estaba ubicado en la primera mesa del bar, Scheller se encontraba frente a la puerta y sentado entre dos de sus camaradas. Estaba literalmente entrampado porque cuando se acercó Carlos no pudo moverse y aceptó casi con resignación que lo habían descubierto.
–¿Mariano?, –lo llamó Carlos desde la cabecera de la mesa.
–Sí.
Respondió débilmente y sorprendido el marino, entonces quedó petrificado. En ese momento Scheller se dio cuenta de que, tal vez por la impunidad de que gozó durante tantos años, había perdido los reflejos al responder al nombre de guerra que usó durante los años en que era el dueño de la vida y la muerte de los que pasaron por la ESMA.
Carlos ya no dudó y a los gritos lo escrachó: “Vos sos Mariano, el Pingüino, el capitán Schilling, sos el torturador de la ESMA, sos el maldito hijo de puta que me torturó”. Scheller o Schilling, como alguna vez se lo conoció, se mantuvo en silencio. Sorpresivamente sus cuatro compañeros también. Fue en ese momento que Enrique Fukmam, amigo de Carlos, viejo militante de la Juventud Peronista y ex detenido en la ESMA, lo encaró al torturador y le dijo: “¿No decís nada ahora, torturador?”, se dio vuelta y se dirigió a las otras mesas, “ustedes están compartiendo su comida con un asesino, con un secuestrador de embarazadas y de niños”. Nadie pudo abstraerse de lo que sucedía y algunos de los parroquianoscomenzaron a decirle: “¡Asesino!”. Los gritos llegaron hasta la calle que atrajo a los transeúntes que no dudaron en plegarse al escrache.
Sólo dos voces se levantaron en favor del marino cazado. Primero fue uno de los camaradas de Scheller que atinó a levantarse y haciendo esfuerzo para no gritar les dijo a Carlos y a Quique: “Bueno, ya está. Ya se dieron el gusto, ahora váyanse”. Esto enardeció a los dos ex detenidos que volvieron contra el hombre que los torturó y fue en ese momento que se acercó el encargado del bar y con un sesgo de bronca les comentó: “Ya está, ya lo hicieron. ¿Están contentos?, bueno ahora les pido que se vayan porque ponen en riesgo mi laburo”.
Hoy Scheller integra la lista de los 152 militares que son investigados por el juez español Baltasar Garzón y ya no podrá tomar tranquilo café en los bares de Buenos Aires. Tal vez será por eso que hace poco pidió la baja a la Marina. Ya había tenido suerte en 1991 cuando lo ascendieron a capitán de navío. Aunque parece ser exactamente lo que es, es abogado, se recibió en la Universidad de Belgrano en 1992, pero no ejerce porque solicitó la suspensión de su matrícula. Carlos, por su lado, siente que está un poco más en paz: “Hace tiempo me topé con Alfredo Astiz en Mar del Plata y quedé paralizado. Sentí vergüenza por no haberle dicho nada. Cuando lo vi a Scheller no dudé, no niego que tuve miedo pero recordé el día que me torturaron y por no hablar me pusieron a mi hijo de 20 días sobre mi cuerpo y nos dieron picana”. Después, Carlos se disculpó, apagó su cigarrillo número diez en una hora y se marchó porque debía seguir trabajando.
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martes, 3 de mayo de 2016
lunes, 22 de junio de 2015
Falleció Elsa Sánchez de Oesterheld, parte de una familia arrasada por la dictadura
“Nos enseñó a luchar y volver a sonreír”
Elsa Oesterheld había sufrido la desaparición de sus cuatro hijas, su marido Héctor, autor de El Eternauta, y dos nietos, a quienes aún buscaba. Las Abuelas de Plaza de Mayo y la agrupación Hijos lamentaron su fallecimiento.
Si el dolor y la fortaleza fueran mensurables, podría decirse que murió una de las mujeres que más sufrió y se sobrepuso a los crímenes de la última dictadura. Elsa Sánchez de Oesterheld, viuda del legendario historietista Héctor Oesterheld, sufrió la de- saparición no de uno, ni de dos, ni de tres, sino de nueve miembros de su familia: sus cuatro hijas, su marido, dos yernos y dos nietos nacidos durante el secuestro de sus madres, que todavía son buscados. “Lala”, como la llamaban, debió sobrevivir a los múltiples embates para criar a su nieto Martín, que le fue entregado por los represores luego de masacrar a sus padres. A pesar de la tragedia con la que cargó por casi 40 años, siempre mantuvo la ternura y una sonrisa que sus compañeros de lucha prometieron no olvidar.
“Se fue en paz. La encontramos dormida y nos dejó la tranquilidad de que debía irse porque había dado todo lo que tenía. Es la mujer que me crió tras la desaparición de mis padres y el primer pariente que puedo enterrar, que no es poco”, dijo Martín Mórtola Oesterheld sobre su abuela, que tenía 90 años y será inhumada hoy, a las 14, en el cementerio de la Chacarita.
Elsa conoció a Héctor Oesterheld cuando él estudiaba geología y se ganaba la vida escribiendo libros de divulgación científica para chicos. Se casaron en 1947 y cinco años más tarde nació su primera hija, Estela. Luego llegaron Diana, Beatriz y Marina y vivieron años luminosos en un casa de Beccar. “Fuimos tan pero tan felices en esa casa que me parece que entre ese momento y hoy pasó una eternidad”, dijo Elsa, en una de sus últimas entrevistas.
A principio de los ’70 las hijas del matrimonio, ya adolescentes, comenzaron a involucrarse en política y se sumaron a las filas de Montoneros, organización a la que pronto acercarían a su padre. Elsa empezó a preocuparse cuando en 1973 los cinco fueron a Ezeiza a recibir a Perón en su regreso del exilio. Ese día se enojó con su marido. “Yo no puedo excluirme de la lucha en la que está involucrada toda la juventud, incluidas mis hijas, que además es por una causa en la que siempre creí: un país mejor”, le objetó él. Si bien nunca dudó de lo justo de la causa, para Elsa el precio de la lucha de su familia fue demasiado alto y siempre sostuvo que fue un error creer que la justicia social no podía lograrse sin violencia.
Tras el golpe del 24 de marzo de 1976, toda su familia pasó a la clandestinidad y luego, uno a uno, fueron secuestrados y ejecutados por los militares. Dos de sus hijas estaban embarazadas y dieron a luz en cautiverio. Elsa sobrevivió, al igual que dos de sus nietos: Fernando, que fue llevado a la casa de sus abuelos paternos, y Martín, que le fue entregado a Elsa. “Ni yo misma puedo decir cómo fue que seguí viva –contó varias décadas después–. Soy un misterio para los psicólogos. Yo creo que Martín me salvó; tenía tres años y yo tenía que ocuparme de él. Creo que saber que estaba totalmente sola para enfrentar la vida me dio fuerza.”
“Es una abuela más que se va sin poder abrazar a sus nietos”, se lamentaron desde Abuelas de Plaza de Mayo, organismo del que Elsa participaba activamente, y valoraron “su testimonio siempre fresco y reflexivo que supo contribuir a la búsqueda de los nietos y a la construcción del derecho a la identidad”. Desde HIJOS Capital también quisieron despedirla y se guardaron para fortalecer la lucha el recuerdo de su sonrisa. “Elsa Sánchez de Oesterheld fue una mujer que nos enseñó mucho: a sobrevivir, a luchar y a volver a sonreír. Nadie sabe cómo esa mujer, pequeña de tamaño, fue tan grande contra todo lo que le hicieron los verdugos. Elsa sobrevivió a todo eso, pisando imposibles, luchando siempre por justicia.”
Informe: Delfina Torres Cabreros.
Elsa Oesterheld había sufrido la desaparición de sus cuatro hijas, su marido Héctor, autor de El Eternauta, y dos nietos, a quienes aún buscaba. Las Abuelas de Plaza de Mayo y la agrupación Hijos lamentaron su fallecimiento.
Si el dolor y la fortaleza fueran mensurables, podría decirse que murió una de las mujeres que más sufrió y se sobrepuso a los crímenes de la última dictadura. Elsa Sánchez de Oesterheld, viuda del legendario historietista Héctor Oesterheld, sufrió la de- saparición no de uno, ni de dos, ni de tres, sino de nueve miembros de su familia: sus cuatro hijas, su marido, dos yernos y dos nietos nacidos durante el secuestro de sus madres, que todavía son buscados. “Lala”, como la llamaban, debió sobrevivir a los múltiples embates para criar a su nieto Martín, que le fue entregado por los represores luego de masacrar a sus padres. A pesar de la tragedia con la que cargó por casi 40 años, siempre mantuvo la ternura y una sonrisa que sus compañeros de lucha prometieron no olvidar.
“Se fue en paz. La encontramos dormida y nos dejó la tranquilidad de que debía irse porque había dado todo lo que tenía. Es la mujer que me crió tras la desaparición de mis padres y el primer pariente que puedo enterrar, que no es poco”, dijo Martín Mórtola Oesterheld sobre su abuela, que tenía 90 años y será inhumada hoy, a las 14, en el cementerio de la Chacarita.
Elsa conoció a Héctor Oesterheld cuando él estudiaba geología y se ganaba la vida escribiendo libros de divulgación científica para chicos. Se casaron en 1947 y cinco años más tarde nació su primera hija, Estela. Luego llegaron Diana, Beatriz y Marina y vivieron años luminosos en un casa de Beccar. “Fuimos tan pero tan felices en esa casa que me parece que entre ese momento y hoy pasó una eternidad”, dijo Elsa, en una de sus últimas entrevistas.
A principio de los ’70 las hijas del matrimonio, ya adolescentes, comenzaron a involucrarse en política y se sumaron a las filas de Montoneros, organización a la que pronto acercarían a su padre. Elsa empezó a preocuparse cuando en 1973 los cinco fueron a Ezeiza a recibir a Perón en su regreso del exilio. Ese día se enojó con su marido. “Yo no puedo excluirme de la lucha en la que está involucrada toda la juventud, incluidas mis hijas, que además es por una causa en la que siempre creí: un país mejor”, le objetó él. Si bien nunca dudó de lo justo de la causa, para Elsa el precio de la lucha de su familia fue demasiado alto y siempre sostuvo que fue un error creer que la justicia social no podía lograrse sin violencia.
Tras el golpe del 24 de marzo de 1976, toda su familia pasó a la clandestinidad y luego, uno a uno, fueron secuestrados y ejecutados por los militares. Dos de sus hijas estaban embarazadas y dieron a luz en cautiverio. Elsa sobrevivió, al igual que dos de sus nietos: Fernando, que fue llevado a la casa de sus abuelos paternos, y Martín, que le fue entregado a Elsa. “Ni yo misma puedo decir cómo fue que seguí viva –contó varias décadas después–. Soy un misterio para los psicólogos. Yo creo que Martín me salvó; tenía tres años y yo tenía que ocuparme de él. Creo que saber que estaba totalmente sola para enfrentar la vida me dio fuerza.”
“Es una abuela más que se va sin poder abrazar a sus nietos”, se lamentaron desde Abuelas de Plaza de Mayo, organismo del que Elsa participaba activamente, y valoraron “su testimonio siempre fresco y reflexivo que supo contribuir a la búsqueda de los nietos y a la construcción del derecho a la identidad”. Desde HIJOS Capital también quisieron despedirla y se guardaron para fortalecer la lucha el recuerdo de su sonrisa. “Elsa Sánchez de Oesterheld fue una mujer que nos enseñó mucho: a sobrevivir, a luchar y a volver a sonreír. Nadie sabe cómo esa mujer, pequeña de tamaño, fue tan grande contra todo lo que le hicieron los verdugos. Elsa sobrevivió a todo eso, pisando imposibles, luchando siempre por justicia.”
Informe: Delfina Torres Cabreros.
miércoles, 10 de junio de 2015
Aporte histórico : Saber difundir
La Asociación Civil Moreno por la Memoria en el marco del Programa Jóvenes y Memoria, y a partir del trabajo de investigación de los alumnos y alumnas de la Escuela Secundaria Nº 35 y de la Primaria de Adultos Nº 703, desarrolló un documental audiovisual titulado Riglos ¿Hogar de Tránsito de Hijos e Hijas de Detenidos Desaparecidos?. El valiosísimo trabajo cuenta con la participación de Román Pacheco, Subsecretario de Protección Integral de Derechos de Niñez, Adolescencia y Juventud; Cacho Funes que recuerda cómo era el edificio donde se destacaban los barrotes en la puerta de ingreso. También está registrado el testimonio de Manola, maestra jardinera en el Instituto Riglos entre 1975 y 1976 donde refiere que, según comentarios, los hijos de los “guerrilleros asesinados en la Quinta La Pastoril fueron alojados en el Riglos pero a los dos días se los llevaron”.
Aparece Luis Mattini, integrante del PRT – ERP; se describe la historia de Florencia Mangini, hija de Leonor Herrera y Juan Mangini. El trabajo de investigación cuenta con el registro auditivo de Nicolás Koncurat, que tenía dos años de edad cuando fue alojado en el Instituto Riglos. Conmueve las expresiones y la historia de Yamila y Gimena Zavala Rodríguez, quienes fueron abandonadas en la calle y ubicadas en el Riglos (testimonio vivo, filmado).Un trabajo para difundir, para no olvidar. Memoria, Verdad y Justicia.
https://www.youtube.com/watch?t=571&v=YmEUBZMoS3c
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martes, 25 de noviembre de 2014
La historia de Ester, la novia de Roberto Fontanarrosa que está desaparecida
Los seres queridos
Horacio Vargas, jefe de redacción de Rosario/12, acaba de publicar el negro Fontanarrosa. El libro, editado por Homo Sapiens, cuenta entre muchas otras cosas un amor conmovedor y joven del ya escritor y humorista, que este miércoles cumpliría 70 años.
Por Horacio Vargas
Se conocieron en la casa de Crist, en el marco de la Bienal del Humor que se hizo en Córdoba en 1972. Fontanarrosa era uno de los invitados especiales a la fiesta de los dibujantes de todo el país. Ester Felipe –de una peculiar belleza– estaba a cargo de la coordinación del encuentro.
–La historia es muy simple. Entre los éxitos del negro estaban las minas. Se encachiló con la Ester, se enamoró, se venía de Rosario muchas veces a verla sólo a ella, era un amor medio platónico, la cortejaba... y ella le dio bola –rememora Crist, celestino de la época.
“Sí, en aquellas épocas mi hermana y el Fon fueron novios”, afirma Liliana Felipe, la notable cantante cordobesa radicada en el Distrito Federal de México.
Cuando empezaron a girar por ciudades de Córdoba a dar charlas, Ester los acompañaba junto a Pequeña, la mujer de Crist. Ester le confesó que estaba enloquecida por las cartas que le escribía el rosarino.
“He estado con Ester, ha estado más cariñosa que siempre, usted entiende”, decía una carta llegada desde Rosario para su amigo.
–¿No es acaso Ester la primera Eulogia que dibujó el negro?
–Es probable –admite Crist.
Había elegido cuidadosamente las fotos que iba a colocar en una de las paredes de su estudio de calle José C. Paz 1120. Además de la de Woody Allen, sobresalía la de Ester. “Era una foto grande, ella en bikini, con una solera, muy de esa época, era una cordobesa muy bonita”, grafica Laura Borello, una de las amigas de Fontanarrosa. “El estaba enamoradísimo de esa chica, pero ella terminó siendo la mujer de un guerrillero”, interpreta.
Ester nació en Villa María y se trasladó a la ciudad de Córdoba en los agitados días de la década del 70 –Cuba, el Che, el Cordobazo, Salvador Allende– para ejercer como psicóloga. Trabajó en hospitales y vivía con una amiga en barrio Clínicas, donde la revolución estaba a la vuelta de la esquina.
–¿Qué pasó? –preguntó Crist, con cierta preocupación, cuando el negro lo llamó para contarle algo importante.
Me dijo que militaba en el ERP. Y yo tuve que decidir... qué quiere que le diga.
Intentó varias veces sacarla de Córdoba, traerla a Rosario, protegerla. Pero ella se negó. Había optado por la militancia en una organización de izquierda revolucionaria.
“Te pido por favor que no vengas más, no me vas a encontrar...” le rogó. Fue la última vez que hablaron.
En 1974, Ester regresó a su pueblo junto a su pareja de entonces, Luis Mónaco, camarógrafo de Servicios de Radio y Televisión de la Universidad
Nacional de Córdoba (SRT), que había sido cesanteado por su condición de “zurdo”. Luis –hijo de un prestigioso pintor cordobés, Enrique Mónaco– comenzó a trabajar en el puesto de frutas y verduras que la familia Felipe atendía en el Mercado de Abasto. Ester y Luis se casaron en Villa María y tuvieron una hija a la que llamaron Paula.
La historia de Ester es la historia también de otras tantas víctimas de la represión durante la dictadura militar en Argentina. Un libro da cuenta de eso. Se llama La Perla y fue escrito por los periodistas cordobeses Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo. El título hace alusión al campo de concentración más grande que hubo en el interior del país:
“El 9 de enero de 1978, la familia Felipe recibió un llamado de una persona que se dijo compañero de Luis en Radio Universidad; dijo que pasaría por Villa María y que necesitaba la dirección para pasar a saludarlo. Nadie apareció. Esa noche, Ester y Luis cenaron en la casa de los padres de ella. Pero como Luis debía viajar a Córdoba a la madrugada, Ester y Paula se quedaron a dormir ahí y Luis volvió a su domicilio, de donde fue secuestrado después de medianoche. Unos minutos más tarde irrumpieron en la casa de los padres de Ester, a los que dejaron atados de pies y manos, y se llevaron a su hija. Paula dormía en su cuna. Ester Felipe y Luis Mónaco hacía veinticinco días que habían sido padres. Fue la mayor y última alegría que tuvieron antes de aquel 11 de enero de 1978, cuando fueron llevados a La Perla”.
–Estercita está muerta, Estercita está muerta... –repetía el padre, como una letanía, envuelto en el llanto, cuando su otra hija, desde el exilio, le narró lo que le habían contado sobre los últimos días de su hermana y su cuñado.
Ester Felipe y Luis Mónaco continúan desaparecidos. Paula quedó a cargo de los abuelos paternos, que vivían en la ciudad de Córdoba.
“Hay una parte de mí que quedó trunca, seca, algo que se fue deshilachando con el tiempo y que jamás voy a recuperar”, dice Liliana Felipe, cuando recuerda a su hermana.
En la década del ’90, la cantante volvió al país para dar una serie de conciertos. Fue invitada a cantar en el programa Mañana vemos, que emitía la tevé pública. La acompañaría un grupo donde el bajista era Franco Fontanarrosa.
“Para mí fue muy loco, porque fue conectarme con una parte de la historia de mi viejo, antes de mí, antes de mi vieja; no era mi tía... pero ella tuvo la mejor onda, fue muy emotivo”, recuerda el hijo del negro.
- - -
–Hola, soy Paula, hija de Ester Felipe.
Fontanarrosa acababa de terminar una charla con Quino, el humorista y dibujante de Mafalda, en la ciudad de Córdoba, en 1997. Hizo un largo silencio antes de saludar a una joven de 20 años, rodeada de amigas.
Sorprendido por la irrupción, por el nombre expresado, la invitó a encontrarse a la mañana siguiente en un bar frente a la plaza Vélez Sarsfield. “Fue una charla breve... para conocernos. Qué hacés, qué estudiás, unas pocas preguntas, un café, largos silencios... con la timidez atravesada. Yo no me caracterizo por ser simpática ni él era extrovertido, con lo cual era discreto el diálogo pero muy agradable y afectuoso. Salí sonriendo... Me sentí bien y creo que él también porque después nos mantuvimos en contacto por cartas y por teléfono”, dice Paula.
Su tía Liliana le contó escuetamente que Ester y Roberto habían sido novios. También se lo dijo Joan Manuel Serrat, el día que recibió a un grupo de hijos de de-saparecidos.
–Ester fue alguien importante en la vida de Roberto –le dijo Serrat, midiendo sus palabras entre tanta gente alrededor.
–Me imagino que sí porque eran novios –respondió Paula, con absoluta naturalidad.
–Fue un gran amor para Roberto –agregó Serrat con el énfasis que da la confianza.
Al poco tiempo comenzaron a escribirse. Empezaron a llegar cartas desde Rosario y desde Córdoba: “Me contaba que se iba a trabajar al Mundial de Francia. Yo le decía de mis estudios, de H.I.J.O.S, de todo un poco. Creo que nos escribíamos porque nos resultaba más fácil comunicarnos así que verbalmente, timideces cruzadas no ayudaban. Y a mí me daba alegría recibir sus cartas con su letra grande, linda y divertida. Siempre incluía algún dibujito”.
Un encuentro de H.I.J.O.S. en Rosario los volvió a reunir. Charlaron brevemente, se dieron un abrazo. “Algunas veces hablamos por teléfono y también con Liliana (Tinivella), entonces su esposa, quien era muy cariñosa”, recuerda.
Cuando Paula se mudó al DF se interrumpió un poco la comunicación epistolar. Pero de alguna forma seguían conectados. Cuando Serrat daba un concierto en México le pasaba noticias de Roberto, como esa costumbre de verse con un ser querido y preguntar cómo están los demás.
En tiempos en que la joven trabajaba de periodista en la sección deportes del periódico La Jornada, el negro llegó a México. La llamó desde el hotel, le explicó que era difícil moverse y que estaba muy cansado. Hablaron unos pocos minutos para saber cómo estaban, mandarse abrazos. Paula además le resolvió una gran preocupación: ¡Qué canal transmitía esa noche un partido de la Copa Libertadores!
–El Roberto que fui conociendo era tímido, cariñoso y divertido. A la distancia me doy cuenta de que, después de presentarme yo así como una aparición, él decidió iniciar esa relación entre nosotros. Yo la disfruté mucho. Nunca sentí que me escribiera o me llamara por deber, por obligación. Más bien era algo simple y sincero, asumir que la vida decidió vincularnos y a partir de eso elegir seguir jalando de ese hilo. Nunca hablamos de mi mamá.
“Un día llega a El Cairo viejo, venía de Córdoba, y me cuenta lo que le había pasado... Se quedó muy impresionado porque vino una piba a saludarlo y era la hija de una novia que tuvo. Nunca hablamos más del tema pero en (el bar) Metrópolis, ante seis o siete personas, dos semanas antes de su muerte, lo volvió a contar... El negro quedó colgado con esa chica”, sintetiza su amigo Ricardo Centurión.
- - -
Liliana Felipe y su compañera, Jesusa Rodríguez, tuvieron la idea. Pensaron en un lugar para recordar a los ausentes en Villa María, en un reloj de sol, la memoria sin tiempo. La Municipalidad donó un terreno para su construcción, el Concejo Deliberante aprobó su realización y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos brindó su colaboración. La obra –un monumento de siete piedras con un reloj en el centro– se inauguró el 27 de febrero de 1993 con los nombres de los siete desaparecidos de Villa María.
En la placa colocada como referencia para los que pasen por el lugar puede leerse el siguiente texto:
Ojalá que la memoria colectiva, la de quienes vivimos aquello, la de quienes reciban nuestro relato, haga de este Reloj de Sol un punto de encuentro, un lugar de juegos y un indicador de citas. Y ojalá también esa misma memoria haga que nunca más un reloj sirva tan solo para contar las horas y los minutos y los segundos en la angustiosa espera de los seres queridos que nunca volvieron.
Y en mayúsculas, la firma del autor: ROBERTO FONTANARROSA.
- - -
Suena el teléfono en la casa de Crist. Atiende su mujer, María del Carmen. El negro pregunta por su amigo.
–No está, salió.
–Bueno, te pido que le pases un mensaje...
–Sí, claro.
–Decile por favor que me copie las fotos de Ester que sacó en Río Cuarto y me las mande a Rosario.
María se encargó de darle el mensaje a Crist cuando volvió a su casa. Rápidamente montó el laboratorio de fotografía –su otra manía– para copiar las fotos en blanco y negro de aquellos días y se las envió por correo.
“Mirá esta foto”, sugiere Gabriela Mahy, la segunda esposa de Fontanarrosa, cuando revisamos una caja con imágenes del archivo del negro para incluir en este libro. Está sentado en un banco de plaza; a su lado, una chica, morocha, de pelo lacio. Una sonrisa se le escapa ante la insistencia del fotógrafo y entonces apoya levemente su puño izquierdo sobre la espalda de ella.
“Hace poco recuperé unas fotos geniales de los dos con Crist y Pequeña, en Río Cuarto. Se los ve jóvenes y hermosos.
Horacio Vargas, jefe de redacción de Rosario/12, acaba de publicar el negro Fontanarrosa. El libro, editado por Homo Sapiens, cuenta entre muchas otras cosas un amor conmovedor y joven del ya escritor y humorista, que este miércoles cumpliría 70 años.
Por Horacio Vargas
Se conocieron en la casa de Crist, en el marco de la Bienal del Humor que se hizo en Córdoba en 1972. Fontanarrosa era uno de los invitados especiales a la fiesta de los dibujantes de todo el país. Ester Felipe –de una peculiar belleza– estaba a cargo de la coordinación del encuentro.
–La historia es muy simple. Entre los éxitos del negro estaban las minas. Se encachiló con la Ester, se enamoró, se venía de Rosario muchas veces a verla sólo a ella, era un amor medio platónico, la cortejaba... y ella le dio bola –rememora Crist, celestino de la época.
“Sí, en aquellas épocas mi hermana y el Fon fueron novios”, afirma Liliana Felipe, la notable cantante cordobesa radicada en el Distrito Federal de México.
Cuando empezaron a girar por ciudades de Córdoba a dar charlas, Ester los acompañaba junto a Pequeña, la mujer de Crist. Ester le confesó que estaba enloquecida por las cartas que le escribía el rosarino.
“He estado con Ester, ha estado más cariñosa que siempre, usted entiende”, decía una carta llegada desde Rosario para su amigo.
–¿No es acaso Ester la primera Eulogia que dibujó el negro?
–Es probable –admite Crist.
Había elegido cuidadosamente las fotos que iba a colocar en una de las paredes de su estudio de calle José C. Paz 1120. Además de la de Woody Allen, sobresalía la de Ester. “Era una foto grande, ella en bikini, con una solera, muy de esa época, era una cordobesa muy bonita”, grafica Laura Borello, una de las amigas de Fontanarrosa. “El estaba enamoradísimo de esa chica, pero ella terminó siendo la mujer de un guerrillero”, interpreta.
Ester nació en Villa María y se trasladó a la ciudad de Córdoba en los agitados días de la década del 70 –Cuba, el Che, el Cordobazo, Salvador Allende– para ejercer como psicóloga. Trabajó en hospitales y vivía con una amiga en barrio Clínicas, donde la revolución estaba a la vuelta de la esquina.
–¿Qué pasó? –preguntó Crist, con cierta preocupación, cuando el negro lo llamó para contarle algo importante.
Me dijo que militaba en el ERP. Y yo tuve que decidir... qué quiere que le diga.
Intentó varias veces sacarla de Córdoba, traerla a Rosario, protegerla. Pero ella se negó. Había optado por la militancia en una organización de izquierda revolucionaria.
“Te pido por favor que no vengas más, no me vas a encontrar...” le rogó. Fue la última vez que hablaron.
En 1974, Ester regresó a su pueblo junto a su pareja de entonces, Luis Mónaco, camarógrafo de Servicios de Radio y Televisión de la Universidad
Nacional de Córdoba (SRT), que había sido cesanteado por su condición de “zurdo”. Luis –hijo de un prestigioso pintor cordobés, Enrique Mónaco– comenzó a trabajar en el puesto de frutas y verduras que la familia Felipe atendía en el Mercado de Abasto. Ester y Luis se casaron en Villa María y tuvieron una hija a la que llamaron Paula.
La historia de Ester es la historia también de otras tantas víctimas de la represión durante la dictadura militar en Argentina. Un libro da cuenta de eso. Se llama La Perla y fue escrito por los periodistas cordobeses Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo. El título hace alusión al campo de concentración más grande que hubo en el interior del país:
“El 9 de enero de 1978, la familia Felipe recibió un llamado de una persona que se dijo compañero de Luis en Radio Universidad; dijo que pasaría por Villa María y que necesitaba la dirección para pasar a saludarlo. Nadie apareció. Esa noche, Ester y Luis cenaron en la casa de los padres de ella. Pero como Luis debía viajar a Córdoba a la madrugada, Ester y Paula se quedaron a dormir ahí y Luis volvió a su domicilio, de donde fue secuestrado después de medianoche. Unos minutos más tarde irrumpieron en la casa de los padres de Ester, a los que dejaron atados de pies y manos, y se llevaron a su hija. Paula dormía en su cuna. Ester Felipe y Luis Mónaco hacía veinticinco días que habían sido padres. Fue la mayor y última alegría que tuvieron antes de aquel 11 de enero de 1978, cuando fueron llevados a La Perla”.
–Estercita está muerta, Estercita está muerta... –repetía el padre, como una letanía, envuelto en el llanto, cuando su otra hija, desde el exilio, le narró lo que le habían contado sobre los últimos días de su hermana y su cuñado.
Ester Felipe y Luis Mónaco continúan desaparecidos. Paula quedó a cargo de los abuelos paternos, que vivían en la ciudad de Córdoba.
“Hay una parte de mí que quedó trunca, seca, algo que se fue deshilachando con el tiempo y que jamás voy a recuperar”, dice Liliana Felipe, cuando recuerda a su hermana.
En la década del ’90, la cantante volvió al país para dar una serie de conciertos. Fue invitada a cantar en el programa Mañana vemos, que emitía la tevé pública. La acompañaría un grupo donde el bajista era Franco Fontanarrosa.
“Para mí fue muy loco, porque fue conectarme con una parte de la historia de mi viejo, antes de mí, antes de mi vieja; no era mi tía... pero ella tuvo la mejor onda, fue muy emotivo”, recuerda el hijo del negro.
- - -
–Hola, soy Paula, hija de Ester Felipe.
Fontanarrosa acababa de terminar una charla con Quino, el humorista y dibujante de Mafalda, en la ciudad de Córdoba, en 1997. Hizo un largo silencio antes de saludar a una joven de 20 años, rodeada de amigas.
Sorprendido por la irrupción, por el nombre expresado, la invitó a encontrarse a la mañana siguiente en un bar frente a la plaza Vélez Sarsfield. “Fue una charla breve... para conocernos. Qué hacés, qué estudiás, unas pocas preguntas, un café, largos silencios... con la timidez atravesada. Yo no me caracterizo por ser simpática ni él era extrovertido, con lo cual era discreto el diálogo pero muy agradable y afectuoso. Salí sonriendo... Me sentí bien y creo que él también porque después nos mantuvimos en contacto por cartas y por teléfono”, dice Paula.
Su tía Liliana le contó escuetamente que Ester y Roberto habían sido novios. También se lo dijo Joan Manuel Serrat, el día que recibió a un grupo de hijos de de-saparecidos.
–Ester fue alguien importante en la vida de Roberto –le dijo Serrat, midiendo sus palabras entre tanta gente alrededor.
–Me imagino que sí porque eran novios –respondió Paula, con absoluta naturalidad.
–Fue un gran amor para Roberto –agregó Serrat con el énfasis que da la confianza.
Al poco tiempo comenzaron a escribirse. Empezaron a llegar cartas desde Rosario y desde Córdoba: “Me contaba que se iba a trabajar al Mundial de Francia. Yo le decía de mis estudios, de H.I.J.O.S, de todo un poco. Creo que nos escribíamos porque nos resultaba más fácil comunicarnos así que verbalmente, timideces cruzadas no ayudaban. Y a mí me daba alegría recibir sus cartas con su letra grande, linda y divertida. Siempre incluía algún dibujito”.
Un encuentro de H.I.J.O.S. en Rosario los volvió a reunir. Charlaron brevemente, se dieron un abrazo. “Algunas veces hablamos por teléfono y también con Liliana (Tinivella), entonces su esposa, quien era muy cariñosa”, recuerda.
Cuando Paula se mudó al DF se interrumpió un poco la comunicación epistolar. Pero de alguna forma seguían conectados. Cuando Serrat daba un concierto en México le pasaba noticias de Roberto, como esa costumbre de verse con un ser querido y preguntar cómo están los demás.
En tiempos en que la joven trabajaba de periodista en la sección deportes del periódico La Jornada, el negro llegó a México. La llamó desde el hotel, le explicó que era difícil moverse y que estaba muy cansado. Hablaron unos pocos minutos para saber cómo estaban, mandarse abrazos. Paula además le resolvió una gran preocupación: ¡Qué canal transmitía esa noche un partido de la Copa Libertadores!
–El Roberto que fui conociendo era tímido, cariñoso y divertido. A la distancia me doy cuenta de que, después de presentarme yo así como una aparición, él decidió iniciar esa relación entre nosotros. Yo la disfruté mucho. Nunca sentí que me escribiera o me llamara por deber, por obligación. Más bien era algo simple y sincero, asumir que la vida decidió vincularnos y a partir de eso elegir seguir jalando de ese hilo. Nunca hablamos de mi mamá.
“Un día llega a El Cairo viejo, venía de Córdoba, y me cuenta lo que le había pasado... Se quedó muy impresionado porque vino una piba a saludarlo y era la hija de una novia que tuvo. Nunca hablamos más del tema pero en (el bar) Metrópolis, ante seis o siete personas, dos semanas antes de su muerte, lo volvió a contar... El negro quedó colgado con esa chica”, sintetiza su amigo Ricardo Centurión.
- - -
Liliana Felipe y su compañera, Jesusa Rodríguez, tuvieron la idea. Pensaron en un lugar para recordar a los ausentes en Villa María, en un reloj de sol, la memoria sin tiempo. La Municipalidad donó un terreno para su construcción, el Concejo Deliberante aprobó su realización y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos brindó su colaboración. La obra –un monumento de siete piedras con un reloj en el centro– se inauguró el 27 de febrero de 1993 con los nombres de los siete desaparecidos de Villa María.
En la placa colocada como referencia para los que pasen por el lugar puede leerse el siguiente texto:
Ojalá que la memoria colectiva, la de quienes vivimos aquello, la de quienes reciban nuestro relato, haga de este Reloj de Sol un punto de encuentro, un lugar de juegos y un indicador de citas. Y ojalá también esa misma memoria haga que nunca más un reloj sirva tan solo para contar las horas y los minutos y los segundos en la angustiosa espera de los seres queridos que nunca volvieron.
Y en mayúsculas, la firma del autor: ROBERTO FONTANARROSA.
- - -
Suena el teléfono en la casa de Crist. Atiende su mujer, María del Carmen. El negro pregunta por su amigo.
–No está, salió.
–Bueno, te pido que le pases un mensaje...
–Sí, claro.
–Decile por favor que me copie las fotos de Ester que sacó en Río Cuarto y me las mande a Rosario.
María se encargó de darle el mensaje a Crist cuando volvió a su casa. Rápidamente montó el laboratorio de fotografía –su otra manía– para copiar las fotos en blanco y negro de aquellos días y se las envió por correo.
“Mirá esta foto”, sugiere Gabriela Mahy, la segunda esposa de Fontanarrosa, cuando revisamos una caja con imágenes del archivo del negro para incluir en este libro. Está sentado en un banco de plaza; a su lado, una chica, morocha, de pelo lacio. Una sonrisa se le escapa ante la insistencia del fotógrafo y entonces apoya levemente su puño izquierdo sobre la espalda de ella.
“Hace poco recuperé unas fotos geniales de los dos con Crist y Pequeña, en Río Cuarto. Se los ve jóvenes y hermosos.
Nunca supe cómo empezó ni cómo terminó eso pero esas fotos parecen decir mucho”, concluye Paula Mónaco Felipe.
miércoles, 29 de octubre de 2014
Pedido de tan sólo seis homicidios para cuatro represores en el juicio de Monte Peloni en Olavarria
Seis homicidios para cuatro represores
La fiscalía pidió que se impute a los cuatro represores por seis homicidios. Hasta ahora sólo uno de ellos estaba acusado por dos muertes. Esta semana se escucharon fuertes testimonios de una locutora y de un electricista.
Por Claudia Rafael y Silvana Melo
Cuando la última audiencia testimonial del juicio por el circuito represivo en Monte Peloni estaba llegando a su fin, el fiscal Walter Romero sacó un as de la manga: ampliar las imputaciones a seis homicidios agravados para los cuatro ex militares acusados. Hasta ahora, sólo Ignacio Aníbal Verdura, amo y señor de la ciudad del cemento entre diciembre del ’75 y del ’77, cargaba con la acusación de dos asesinatos: el de Jorge Oscar Fernández (única víctima de quien los familiares recuperaron el cuerpo) y el de Alfredo Maccarini, cuyos últimos rastros se diluyeron en el centro clandestino La Huerta, de Tandil. A Walter Grosse, Omar “Pájaro” Ferreyra y Horacio Leites sólo se los acusaba de privación ilegal de la libertad y tormentos. Ahora, la acusación busca responsabilizar a todos también de las muertes de los matrimonios Graciela Follini-Rubén Villeres y Pichuca Gutiérrez-Juan Carlos Ledesma.
En las puertas de la audiencia, Graciela Alderete, una mujer parida por el dolor, alzaba una pancarta con el rostro de su hijo. Germán Esteban Navarro tenía apenas 17 años, era travesti, pobre y había elegido para sí el nombre de Mara. Ayer se cumplía una década desde el día de su desaparición, en una causa sin imputados en la que muchos ojos apuntan a la Policía Bonaerense.
Uno de los testimonios más esperados del juicio fue el de Hugo Francisco Ivaldo, electricista y cabo retirado. En una teleconferencia desde Montevideo ratificó cada uno de los detalles de una declaración que hizo en agosto de 1984 ante la Justicia Penal de Azul. Dijo que fue Ignacio Aníbal Verdura quien, en 1977, le ordenó hacer una serie de instalaciones eléctricas en un viejo casco de estancia, cercano a Sierras Bayas. Para eso, tuvo que montar un generador, focos para iluminar una parte del edificio y camas con elástico de alambre en otra. Más tarde, se dañó el equipo y fue convocado para repararlo cuando ya el Monte era una sala principal del infierno. Allí vio a detenidos en condiciones infrahumanas y muy lastimados, con las muñecas atadas a aquellas camas con resorte.
Relató también que en la parte más antigua del Regimiento le hicieron instalar tres reflectores de 1000 watts cada uno apuntando a una silla. Y a la altura de la silla, dos timbres de gran potencia. Toda una escena armada para la tortura.
En este punto apareció el apellido Faggiani: un conscripto que ocasionalmente ayudaba en tareas de electricidad. Fue Walter Grosse quien le preguntó a Ivaldo cómo era el soldado y que lo señalara en la mañana siguiente. Ivaldo habló muy bien de Faggiani. Esa misma mañana se lo llevaron y nunca más se supo de él. A esta historia acudieron los abogados de los represores para intentar desacreditar al testigo: buscarán que se lo impute por “posible comisión de delito de acción pública”, según Claudio Castaño, el provocador abogado de Horacio Leites.
Ivaldo relató su pelea “a trompadas” con un oficial, ante la modalidad de la apuesta para ver quién pagaba el sandwich del mediodía: almorzaría gratis quien tirara más lejos de un puñetazo al desdichado que estaba ciego y atado contra una pared. No lo pudo soportar, dijo. En esos momentos, estaban detenidos en el Regimiento Néstor Laffite, Alberto Hermida y el chileno Vargas Vargas. Uno de los tres fue el blanco elegido.
El Vikingo
El testimonio de Stela Follini, locutora jubilada y hermana de la desaparecida Graciela Follini, reconstruyó en detalle el rol que Grosse sostuvo al frente de LU32, Radio Coronel Olavarría. El Vikingo, como se lo conocía a ese hombre descripto como temible, había sido designado como interventor de la emisora que algunos años más tarde adquiriría Amalia Lacroze de Fortabat. La mujer relató cómo Grosse la acusó de “sublevarse contra la autoridad” por no haberlo saludado una mañana y luego la obligó a presentarse en el Regimiento. Si bien no sufrió consecuencias directas, luego colgaron un memorándum en la sala de locutores con el listado de “siete causas por las cuales un civil se convertía en subversivo”.
Los testimonios de la defensa buscaron alejar ciertas responsabilidades. A Leites, rememorando su intensa actividad hípica que lo sacaba de Olavarría con gran frecuencia. A Grosse, insistiendo con una supuesta hepatitis que lo mantuvo en cama durante un tiempo. Fue Carlos Benito Kunz, productor agropecuario y cuñado del Vikingo, quien dio testimonio de la “enfermedad” que su hija Erica le habría contagiado en 1977.
Poco después, se escuchó la palabra de un suboficial retirado, Miguel Angel Tumini, encargado de la oficina de “justicia” de la guarnición militar que hablaba de “manual antisubversivo” y de las indicaciones de buen trato hacia la población civil. El abogado querellante César Sivo le preguntó entonces si entre los buenos tratos se incluía la indicación de colocar una “capucha” o de torturar. Una mujer, que familiares indicaron como la esposa de Kunz y hermana de Walter Grosse, se retiró murmurando con desprecio “manga de zurdos”.
La fiscalía pidió que se impute a los cuatro represores por seis homicidios. Hasta ahora sólo uno de ellos estaba acusado por dos muertes. Esta semana se escucharon fuertes testimonios de una locutora y de un electricista.
Por Claudia Rafael y Silvana Melo
Cuando la última audiencia testimonial del juicio por el circuito represivo en Monte Peloni estaba llegando a su fin, el fiscal Walter Romero sacó un as de la manga: ampliar las imputaciones a seis homicidios agravados para los cuatro ex militares acusados. Hasta ahora, sólo Ignacio Aníbal Verdura, amo y señor de la ciudad del cemento entre diciembre del ’75 y del ’77, cargaba con la acusación de dos asesinatos: el de Jorge Oscar Fernández (única víctima de quien los familiares recuperaron el cuerpo) y el de Alfredo Maccarini, cuyos últimos rastros se diluyeron en el centro clandestino La Huerta, de Tandil. A Walter Grosse, Omar “Pájaro” Ferreyra y Horacio Leites sólo se los acusaba de privación ilegal de la libertad y tormentos. Ahora, la acusación busca responsabilizar a todos también de las muertes de los matrimonios Graciela Follini-Rubén Villeres y Pichuca Gutiérrez-Juan Carlos Ledesma.
En las puertas de la audiencia, Graciela Alderete, una mujer parida por el dolor, alzaba una pancarta con el rostro de su hijo. Germán Esteban Navarro tenía apenas 17 años, era travesti, pobre y había elegido para sí el nombre de Mara. Ayer se cumplía una década desde el día de su desaparición, en una causa sin imputados en la que muchos ojos apuntan a la Policía Bonaerense.
Uno de los testimonios más esperados del juicio fue el de Hugo Francisco Ivaldo, electricista y cabo retirado. En una teleconferencia desde Montevideo ratificó cada uno de los detalles de una declaración que hizo en agosto de 1984 ante la Justicia Penal de Azul. Dijo que fue Ignacio Aníbal Verdura quien, en 1977, le ordenó hacer una serie de instalaciones eléctricas en un viejo casco de estancia, cercano a Sierras Bayas. Para eso, tuvo que montar un generador, focos para iluminar una parte del edificio y camas con elástico de alambre en otra. Más tarde, se dañó el equipo y fue convocado para repararlo cuando ya el Monte era una sala principal del infierno. Allí vio a detenidos en condiciones infrahumanas y muy lastimados, con las muñecas atadas a aquellas camas con resorte.
Relató también que en la parte más antigua del Regimiento le hicieron instalar tres reflectores de 1000 watts cada uno apuntando a una silla. Y a la altura de la silla, dos timbres de gran potencia. Toda una escena armada para la tortura.
En este punto apareció el apellido Faggiani: un conscripto que ocasionalmente ayudaba en tareas de electricidad. Fue Walter Grosse quien le preguntó a Ivaldo cómo era el soldado y que lo señalara en la mañana siguiente. Ivaldo habló muy bien de Faggiani. Esa misma mañana se lo llevaron y nunca más se supo de él. A esta historia acudieron los abogados de los represores para intentar desacreditar al testigo: buscarán que se lo impute por “posible comisión de delito de acción pública”, según Claudio Castaño, el provocador abogado de Horacio Leites.
Ivaldo relató su pelea “a trompadas” con un oficial, ante la modalidad de la apuesta para ver quién pagaba el sandwich del mediodía: almorzaría gratis quien tirara más lejos de un puñetazo al desdichado que estaba ciego y atado contra una pared. No lo pudo soportar, dijo. En esos momentos, estaban detenidos en el Regimiento Néstor Laffite, Alberto Hermida y el chileno Vargas Vargas. Uno de los tres fue el blanco elegido.
El Vikingo
El testimonio de Stela Follini, locutora jubilada y hermana de la desaparecida Graciela Follini, reconstruyó en detalle el rol que Grosse sostuvo al frente de LU32, Radio Coronel Olavarría. El Vikingo, como se lo conocía a ese hombre descripto como temible, había sido designado como interventor de la emisora que algunos años más tarde adquiriría Amalia Lacroze de Fortabat. La mujer relató cómo Grosse la acusó de “sublevarse contra la autoridad” por no haberlo saludado una mañana y luego la obligó a presentarse en el Regimiento. Si bien no sufrió consecuencias directas, luego colgaron un memorándum en la sala de locutores con el listado de “siete causas por las cuales un civil se convertía en subversivo”.
Los testimonios de la defensa buscaron alejar ciertas responsabilidades. A Leites, rememorando su intensa actividad hípica que lo sacaba de Olavarría con gran frecuencia. A Grosse, insistiendo con una supuesta hepatitis que lo mantuvo en cama durante un tiempo. Fue Carlos Benito Kunz, productor agropecuario y cuñado del Vikingo, quien dio testimonio de la “enfermedad” que su hija Erica le habría contagiado en 1977.
Poco después, se escuchó la palabra de un suboficial retirado, Miguel Angel Tumini, encargado de la oficina de “justicia” de la guarnición militar que hablaba de “manual antisubversivo” y de las indicaciones de buen trato hacia la población civil. El abogado querellante César Sivo le preguntó entonces si entre los buenos tratos se incluía la indicación de colocar una “capucha” o de torturar. Una mujer, que familiares indicaron como la esposa de Kunz y hermana de Walter Grosse, se retiró murmurando con desprecio “manga de zurdos”.
martes, 21 de octubre de 2014
Testimonio en Entre Ríos
Torturas y sed constante
Un sobreviviente de la última dictadura militar narró que durante su cautiverio estuvo trece días sin tomar agua y dijo que cuando “les rogaba” a sus captores que mitiguen su sed, éstos se negaban para que no muriera por los efectos de la picana eléctrica con la que lo torturaban y prolongar así su interrogatorio.
Carlos Isidoro Weinzettel, uno de los testigos de la megacausa Area Paraná, en la que se investigan delitos de lesa humanidad ocurridos en la costa oeste de Entre Ríos, recordó que después de los interrogatorios, “cuando nos quedábamos solos con la guardia, las torturas seguían. Nos golpeaban todo el día”.
Weinzettel fue secuestrado el 21 de agosto de 1976 y estuvo 14 días con los ojos vendados y maniatado a una parrilla de hierro, donde recibió las descargas de la picana eléctrica. En sus declaraciones señaló al ex auditor del Ejército Jorge Humberto Appiani, al ex médico de Institutos Penales Hugo Mario Moyano y al ex director de la cárcel de Paraná José Anselmo A-ppelhans, de ser partícipes de las sesiones de torturas a que fue sometido. Weinzettel es el esposo de Alicia Ferrer, quien también fue secuestrada. Ella tenía tres meses de embarazo, pero lo perdió a causa de las torturas.
Un sobreviviente de la última dictadura militar narró que durante su cautiverio estuvo trece días sin tomar agua y dijo que cuando “les rogaba” a sus captores que mitiguen su sed, éstos se negaban para que no muriera por los efectos de la picana eléctrica con la que lo torturaban y prolongar así su interrogatorio.
Carlos Isidoro Weinzettel, uno de los testigos de la megacausa Area Paraná, en la que se investigan delitos de lesa humanidad ocurridos en la costa oeste de Entre Ríos, recordó que después de los interrogatorios, “cuando nos quedábamos solos con la guardia, las torturas seguían. Nos golpeaban todo el día”.
Weinzettel fue secuestrado el 21 de agosto de 1976 y estuvo 14 días con los ojos vendados y maniatado a una parrilla de hierro, donde recibió las descargas de la picana eléctrica. En sus declaraciones señaló al ex auditor del Ejército Jorge Humberto Appiani, al ex médico de Institutos Penales Hugo Mario Moyano y al ex director de la cárcel de Paraná José Anselmo A-ppelhans, de ser partícipes de las sesiones de torturas a que fue sometido. Weinzettel es el esposo de Alicia Ferrer, quien también fue secuestrada. Ella tenía tres meses de embarazo, pero lo perdió a causa de las torturas.
domingo, 12 de octubre de 2014
Isabel Valencia y Horacio Fernández.
“Trilce”
Por José Luis Mangieri
Isabel Valencia y Horacio Fernández.
Militantes activos por un país mejor en la dorada década del ´60 cuando creíamos que a la vuelta de la esquina nos esperaba la historia con los brazos abiertos y nos pegamos un frentazo con 30.000 desaparecidos, miles de exiliados en el exterior y otros milespadeciendo el exilio interior.
Eran dueños de la excelente librería“Trilce” en la avenida Independencia la tres mil, pegadita a la Facultad de Filosofía yLetras. A Isabel la secuestraron y la desaparecieron el 17 de octubre de 1976*en su librería delante de si hijito Camilo (nombrado así en homenaje a CamiloTorres). Isabel era de armas llevar y de poner el cuerpo. Su librería era un lugar mitológico de encuentro de la militancia universitaria, aquella que también puso el cuerpo sin retaceos. Para Isabel, montonera y peronista, aquel17 de octubre fue el punto de partida de su deambular por los centros detortura: el Moyano, la ESMA. AbelLanger, hoy conocido psicólogo, la rastreó por cielo y tierra hasta que LilaPastoriza –también secuestrada en la ESMA– nos hizo llegar el mensaje terminal: “No la busquen más…”.
A Horacio lo quisieron levantar en su casade la calle Colombres en abril del ´77. Tenía una escopeta de caza y se resistió a los tiros. Militaba en la FAL(Fuerzas Armadas de Liberación); también Camilo estaba presente.
Aquella librería “Trilce” tenía un cadete, un pibe, uno más de los que la frecuentábamos diariamente: el Chacho Álvarez,que ya militaba en política buscó afanosamente a Camilo para ayudarlo. Camilo debe andar por los casi 40 años. No sé qué recuerdos tendrá de sus padres militantes ni de los amigos y compañeros que frecuentábamos “Trilce”.
Hoy los rescatamos en esta foto, jóvenes, alegres, entusiastas en su ámbito laboral. Todos éramos jóvenes, todos éramos alegres. Ahí nomás estaba el Mayo francés, la revuelta del estudiantado antiautoritario alemán que dirigía Rudy Dutschke, los hippies norteamericanos que ayudaron al retiro de las tropas de Estados Unidos de Vietnam. Estaban el Che, la China de Mao, Corea del norte, Vietnam y el hervidero de Latinoamérica.
Y estaba Isabel y Horacio en el imán de lalibrería “Trilce”.
En estas líneas no hay melancolía.Simplemente memoria histórica sobre Isabel y Horacio que, como los comuneros de París, fueron al asalto del cielo.
* La fecha de desaparición de Isabel Valencia fue el 12 de octubre de 1976, hace 38 años.
(Extraído de “Treinta ejercicios dememoria. A treinta años del golpe”, Eudeba: Ministerio de Educación, Ciencia y tecnología, 2006.)
Por José Luis Mangieri
Isabel Valencia y Horacio Fernández.
Militantes activos por un país mejor en la dorada década del ´60 cuando creíamos que a la vuelta de la esquina nos esperaba la historia con los brazos abiertos y nos pegamos un frentazo con 30.000 desaparecidos, miles de exiliados en el exterior y otros milespadeciendo el exilio interior.
Eran dueños de la excelente librería“Trilce” en la avenida Independencia la tres mil, pegadita a la Facultad de Filosofía yLetras. A Isabel la secuestraron y la desaparecieron el 17 de octubre de 1976*en su librería delante de si hijito Camilo (nombrado así en homenaje a CamiloTorres). Isabel era de armas llevar y de poner el cuerpo. Su librería era un lugar mitológico de encuentro de la militancia universitaria, aquella que también puso el cuerpo sin retaceos. Para Isabel, montonera y peronista, aquel17 de octubre fue el punto de partida de su deambular por los centros detortura: el Moyano, la ESMA. AbelLanger, hoy conocido psicólogo, la rastreó por cielo y tierra hasta que LilaPastoriza –también secuestrada en la ESMA– nos hizo llegar el mensaje terminal: “No la busquen más…”.
A Horacio lo quisieron levantar en su casade la calle Colombres en abril del ´77. Tenía una escopeta de caza y se resistió a los tiros. Militaba en la FAL(Fuerzas Armadas de Liberación); también Camilo estaba presente.
Aquella librería “Trilce” tenía un cadete, un pibe, uno más de los que la frecuentábamos diariamente: el Chacho Álvarez,que ya militaba en política buscó afanosamente a Camilo para ayudarlo. Camilo debe andar por los casi 40 años. No sé qué recuerdos tendrá de sus padres militantes ni de los amigos y compañeros que frecuentábamos “Trilce”.
Hoy los rescatamos en esta foto, jóvenes, alegres, entusiastas en su ámbito laboral. Todos éramos jóvenes, todos éramos alegres. Ahí nomás estaba el Mayo francés, la revuelta del estudiantado antiautoritario alemán que dirigía Rudy Dutschke, los hippies norteamericanos que ayudaron al retiro de las tropas de Estados Unidos de Vietnam. Estaban el Che, la China de Mao, Corea del norte, Vietnam y el hervidero de Latinoamérica.
Y estaba Isabel y Horacio en el imán de lalibrería “Trilce”.
En estas líneas no hay melancolía.Simplemente memoria histórica sobre Isabel y Horacio que, como los comuneros de París, fueron al asalto del cielo.
* La fecha de desaparición de Isabel Valencia fue el 12 de octubre de 1976, hace 38 años.
(Extraído de “Treinta ejercicios dememoria. A treinta años del golpe”, Eudeba: Ministerio de Educación, Ciencia y tecnología, 2006.)
martes, 7 de octubre de 2014
Claudio Slemenson: El origen de un mito montonero
Las versiones sobre el secuestro y asesinato de Claudio Slemenson. La investigación y reconstrucción de su familia. La invención de Rodolfo Galimberti y la negativa a rectificarse de Martín Caparrós.
Por Nicolás Baintrub *
Primera muerte de Claudio Slemenson
Claudio Slemenson murió durante un tiroteo. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Movimiento Peronista Auténtico y delegado nacional de la Unión de Estudiantes Secundarios (U.E.S.). En octubre de 1975, viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia política estudiantil. El 4 de ese mes, a las 13, Raúl Trenchi lo pasó a buscar con su camioneta Rastrojero por el hotel donde se hospedaba y lo llevó a su casa, ubicada en la calle Alsina 74. Trenchi, según consta en las actas del procesamiento a raíz del Operativo Independencia, era un comerciante tucumano de 24 años que militaba en la agrupación Montoneros y vivía con su mujer, Nora Montesinos, con quien tenía una hija de diez meses. Ocho hombres que portaban armas, algunos vestidos de civil y otros ataviados con uniformes militares, irrumpieron en la vivienda y dispararon a matar. Nora Montesinos y su beba no sufrieron heridas, pero Raúl Trenchi y Claudio Slemenson murieron durante el tiroteo.
Segunda muerte de Claudio Slemenson
Claudio Slemenson murió cuando una bomba voló la camioneta Rastrojero en la que circulaba. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Partido Peronista Auténtico etcétera etcétera. En octubre de 1975 viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia etcétera etcétera. Agentes de la Policía de San Miguel de Tucumán hallaron los fierros retorcidos de lo que antes de que explotara la bomba había sido una camioneta Rastrojero. Entre los escombros lograron distinguir cinco cuerpos, de los cuales sólo pudieron identificar el de Claudio Slemenson, cuyo prematuro final fue causado por la explosión de un artefacto de fabricación casera.
Tercera muerte de Claudio Slemenson
Claudio Slemenson murió asado en una parrilla. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Partido Peronista Auténtico etcétera etcétera. En octubre de 1975 viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia etcétera etcétera. Algunos compañeros le recomendaron que no acudiera a los encuentros porque la situación estaba muy difícil y él ya había sido identificado, pero Claudio hizo oídos sordos a las advertencias. Según cuentan Martín Caparrós y Eduardo Anguita en su libro La Voluntad, la historia siguió así: “A Claudio se lo llevaron a un cuartel y lo asaron lentamente en una gran parrilla, para que hablara, y Claudio se murió quemado sin cantar ni una cita”.
Adriana y Mariana
“Disculpame por el desorden, pero mi hijo se está mudando y la casa es un caos total”, dice Adriana Slemenson, melliza de Claudio, en la puerta de su casa del barrio de Colegiales casi cuarenta años después de la desaparición de su hermano. Caos total: uno espera encontrarse con la escenografía de una película postapocalíptica, con ropa tirada en el suelo, libros desparramados, mesas patas para arriba. Pero no, la escena ni siquiera parece propia de una mudanza: no hay cajas apiladas, ni vajilla embalada en el irresistible plástico transparente de las burbujitas, no hay un solo mueble fuera de lugar. Lo que sí hay es un living cálido y apacible de techos altos, ventanales luminosos que dejan ver un jardín con pileta, algunos objetos antiguos en repisas, tres sillones y una mesa ratona. Y sobre la mesa ratona, un cuaderno anillado que contiene unas cien (¿ciento cincuenta?) páginas de fotocopias. Adriana es una mujer muy ordenada y prolija.
El cuaderno
Claudio Slemenson no murió en aquel tiroteo, ni murió cuando una bomba voló el Rastrojero en el que viajaba, y –a pesar de lo que dicen Caparrós y Anguita en La Voluntad, y que fue reproducido en muchos otros libros– tampoco murió asado en una parrilla por no cantar los nombres de sus compañeros. Lo cierto es que no se sabe cómo murió, porque está desaparecido. Mejor dicho: es un desparecido. Sin embargo, hay cosas que sí se saben. Pero eso se encargarán de dejarlo en claro Adriana –la ordenada y prolija Adriana– y Mariana, su otra hermana, la menor de los tres, que acaba de tocar el timbre.
Adriana dice que todo lo que se sabe de Claudio está en el cuaderno que reposa sobre la mesa ratona. Ni en los libros, ni en las leyendas populares: está en el cuaderno. Y en la causa. A partir de ese momento, el cuaderno cobra vida y se hace imposible quitarle la mirada. Su tapa es de una especie de acetato transparente que deja ver la primera carilla: es una foto en blanco y negro oscurecida por una fotocopia de mala calidad, donde se adivina un Claudio joven y bien parecido, de mirada perspicaz, que sonríe hacia la cámara.
El cuaderno tiene una historia: es la historia de Claudio pero también la de Mariana y la de Adriana, y la de Alberto y Aída, sus padres ya fallecidos, y la de todos los Slemenson. Es la búsqueda de una familia, y la documentación, prolija y ordenada, de esa búsqueda.
Las versiones falsas
Las primeras dos versiones de la muerte de Claudio en realidad no revisten mayor importancia. Prácticamente nunca nadie las creyó y fueron más producto de confusiones y malentendidos que de operaciones deliberadas para tergiversar la verdad. La historia del tiroteo fue la primera que oyeron los Slemenson cuando desapareció Claudio, pero quedó rápidamente desestimada porque no tenía asidero. La de la explosión del Rastrojero, tampoco. Aunque le costó a Alberto y Aída algún viaje a Tucumán –alguno más, de los varios que ya habían hecho– y una pequeña pero seguramente tortuosa investigación, que los llevó a descubrir que el vehículo que había explotado no era un Rastrojero o quizás ni siquiera había explotado ningún vehículo, sino simplemente había chocado luego de una especie de raid delictivo que nada tenía que ver con su hijo.
También circularon otras teorías apócrifas. El cura Emilio Gra-sselli (¡ay!), por ejemplo, dijo que Claudio seguramente se había fugado con una chica, mientras que había quienes aseguraban que estaba internado en el Borda. De la búsqueda de Alberto y Aída por los pasillos del hospital psiquiátrico, Adriana y Mariana no dicen mucho. Huelgan las palabras.
El rumor de la parrilla: primera parte
La primera vez que Adriana escuchó la historia de la parrilla fue en boca del dirigente montonero Rodolfo Galimberti, en México. Corría el año 1980 y ambos estaban exiliados –Adriana había recibido la información de que los militares la estaban buscando–. “Tu hermano murió y lo quemaron vivo”, esas fueron, textuales, brutales, las palabras de Galimberti. “Igual yo lo escuché, y así como me lo dijo, lo olvidé. Fue como si no me hubiera dicho nada.”
La segunda vez fue en 1983, en la sala de espera de un CELS atiborrado de gente que, como ella, con la vuelta a la democracia acudía ávida de información, de denuncias, de datos sobre sus familiares desaparecidos. Esta vez fue Juan Martín, otro militante montonero, quien se lo dijo. Juan Martín jamás declaró esta versión frente a la Conadep ni en ninguno de los juicios.
Por lo general es imposible determinar dónde nacen estos mitos que luego quedan arraigados en la cultura (y la literatura y el periodismo) popular como verdades reveladas. No obstante, esta vez sí fue posible. Gracias al sentido común, a una periodista honesta y a dos hermanas que parecían ser las únicas en querer conocer la verdad.
Sentido común
Mariana leyó La otra Juvenilia, donde decía que Claudio había sido brutalmente torturado por no delatar a sus compañeros. El dato le llamó la atención porque ella nunca había escuchado nada parecido –Adriana no le había contado la historia de Galimberti ni la de Juan Martín– y además no constaba en la causa. De todas formas, cualquier nueva información era bienvenida, y les escribió a los autores para ver si ellos sabían algo que ella no, algo que pudiera explicar qué había sucedido con su hermano. Pero Santiago Garaño y Werner Pertot no sabían nada nuevo, simplemente habían leído eso en La voluntad. Entonces Mariana corrió hasta la librería más cercana, pidió el libro, buscó en el índice la S de Slemenson y leyó que “a Claudio se lo llevaron a un cuartel y lo asaron lentamente en una gran parrilla, para que hablara, y Claudio se murió quemado sin cantar ni una cita”. Ni siquiera compró el libro.
Sentido común: si alguien podía escribir con lujo de detalles el final de la vida de Claudio era porque tenía que haber testigos que lo hubieran visto. La respuesta de Caparrós, cuenta Mariana, fue que él no iba a revelar sus fuentes, que qué se creía ella, que la historia no se escribe con testigos, que era algo que él había escuchado.
La verdad
En este punto hay que volver hacia atrás, hasta el cuaderno sobre la mesa. El cuaderno nace alrededor de 2008, pero su gestación se remonta a 1975. Luego de la desaparición de Claudio, sus padres iniciaron una búsqueda incansable: visitas a diputados y senadores de los distintos sectores políticos; telegramas a las autoridades nacionales (desde Isabel Perón hasta Videla, pasando por todos los jueces y ministros habidos y por haber); cartas a la Cruz Roja Internacional, a Amnesty Internacional, al Comité Rusell, entre otras organizaciones; pedidos al Episcopado argentino; gestiones en Inglaterra, Italia, Suiza y Francia; solicitadas en los diarios de mayor tirada; numerosas interposiciones de recursos de hábeas corpus. Toda esa documentación –que Adriana se ocupó de encontrar entre las pertenencias de su madre, quien, pasados treinta años de la vuelta a la democracia, la mantenía escondida por miedo, y luego de ordenarla y anillarla en su prolija carpeta–, toda esa documentación, decíamos, sumada a los testimonios en la Conadep y en la Megacausa Operativo Independencia, es la verdad de Claudio.
Y Claudio era un joven egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía que, con apenas 20 años, era miembro titular del Consejo Superior del Movimiento Peronista Auténtico y delegado nacional de la Unión de Estudiantes Secundarios (U.E.S.). En octubre de 1975, viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia política estudiantil. El 4 de ese mes, a las 13, Raúl Trenchi lo pasó a buscar con su camioneta Rastrojero por el hotel donde se hospedaba y lo llevó a su casa, ubicada en la calle Alsina 74. Ocho hombres que portaban armas, algunos vestidos de civil y otros ataviados con uniformes militares, irrumpieron en la vivienda, secuestraron a Claudio y a Trenchi, y dejaron encerradas en el baño a Nora Montesino, la esposa de Trenchi, junto con su beba. El operativo continuó hasta una segunda casa en donde el mismo grupo secuestró a Amalia Moavro (embarazada de cinco meses) y a su pareja, Héctor Mario Patiño. Se sabe que los cuatro permanecieron cinco días detenidos en la Jefatura Central de la Policía de Tucumán, donde fue visto estacionado el Rastrojero de Trenchi. Luego, según testigos presenciales, de carne y hueso, Claudio y Amalia fueron trasladados al centro de detención clandestino conocido como la Escuelita de Famaillá. Hasta allí llega el rastro de Claudio. Ni tiroteo, ni camioneta, ni parrilla.
El rumor de la parrilla: el origen
La periodista Adriana Robles, en su libro Los perejiles: los otros montoneros también había escrito que Claudio fue brutalmente torturado por no cantar los nombres de sus compañeros. Ella también lo había tomado de La Voluntad y de una especie de verdad que nadie cuestionaba. Una verdad por la que no era posible mencionar el nombre de Claudio Slemenson sin sentir escalofríos. “Yo decía, soy Adriana Slemenson, la hermana de... y todos hacían ‘uuuh’ y miraban como no sé qué. Y yo pensaba, claro, uuuh, Claudio...”. Pero la desaparición de un chico de veinte años, que es en lo que pensaba Adriana, no era suficiente. No: lo habían convertido en un héroe sobrehumano, en un ejemplo a imitar.
Adriana Robles se hizo cargo de lo que había escrito y comenzó a investigar para darle una respuesta a Adriana y a Mariana Slemenson. Así dio con Yuyo, otro militante montonero más en esta historia. Fue Yuyo, a través de una carta que le escribió a Adriana Robles, quien reveló el origen del mito: “(...) Pasados los años, descubrí que Galimberti era un gran fabulador y que inventaba esa clase de cosas para generar en la tropa las reacciones que pretendía, sin importarle demasiado la relación de sus dichos con la verdad. Tengo muchos ejemplos de cosas parecidas, que contribuían a la moral de combate pero era imposible que realmente las supiera. El sostenía que la verdad como concepto es inexistente y que eso le daba derecho a decir lo que se le antojara y fuera útil a sus fines. Esto no es una interpretación mía, sino sus propias palabras, dichas en innumerables charlas entre dos buenos amigos. Se reía de mí diciendo que yo creía en la verdad absoluta e inmanente, mientras él afirmaba que el propio concepto de verdad es sólo un artificio para obtener poder sobre las cosas. (...) Una vez lanzada la versión, nada ni nadie podría jamás hacerlo desmentirse a sí mismo. Y, para peor, todos lo repetíamos como idiotas. (...) Si tenés contacto con Mariana Slemenson, dale mis saludos”.
Nota: Durante la confección de este artículo me comuniqué con Martín Caparrós, quien no quiso responder ninguna pregunta sobre este tema. Por otro lado, tanto Adriana Robles como Santiago Garaño y Werner Pertot modificaron los pasajes referidos a Claudio Slemenson en las ediciones posteriores de sus respectivos libros. Las últimas ediciones de La Voluntad, en cambio, mantienen la misma versión. Según pudieron averiguar Adriana y Mariana Slemenson, la carta de Yuyo nunca fue publicada.
* Periodista.
Por Nicolás Baintrub *
Primera muerte de Claudio Slemenson
Claudio Slemenson murió durante un tiroteo. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Movimiento Peronista Auténtico y delegado nacional de la Unión de Estudiantes Secundarios (U.E.S.). En octubre de 1975, viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia política estudiantil. El 4 de ese mes, a las 13, Raúl Trenchi lo pasó a buscar con su camioneta Rastrojero por el hotel donde se hospedaba y lo llevó a su casa, ubicada en la calle Alsina 74. Trenchi, según consta en las actas del procesamiento a raíz del Operativo Independencia, era un comerciante tucumano de 24 años que militaba en la agrupación Montoneros y vivía con su mujer, Nora Montesinos, con quien tenía una hija de diez meses. Ocho hombres que portaban armas, algunos vestidos de civil y otros ataviados con uniformes militares, irrumpieron en la vivienda y dispararon a matar. Nora Montesinos y su beba no sufrieron heridas, pero Raúl Trenchi y Claudio Slemenson murieron durante el tiroteo.
Segunda muerte de Claudio Slemenson
Claudio Slemenson murió cuando una bomba voló la camioneta Rastrojero en la que circulaba. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Partido Peronista Auténtico etcétera etcétera. En octubre de 1975 viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia etcétera etcétera. Agentes de la Policía de San Miguel de Tucumán hallaron los fierros retorcidos de lo que antes de que explotara la bomba había sido una camioneta Rastrojero. Entre los escombros lograron distinguir cinco cuerpos, de los cuales sólo pudieron identificar el de Claudio Slemenson, cuyo prematuro final fue causado por la explosión de un artefacto de fabricación casera.
Tercera muerte de Claudio Slemenson
Claudio Slemenson murió asado en una parrilla. Egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía, con apenas 20 años Claudio era miembro titular del Consejo Superior del Partido Peronista Auténtico etcétera etcétera. En octubre de 1975 viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia etcétera etcétera. Algunos compañeros le recomendaron que no acudiera a los encuentros porque la situación estaba muy difícil y él ya había sido identificado, pero Claudio hizo oídos sordos a las advertencias. Según cuentan Martín Caparrós y Eduardo Anguita en su libro La Voluntad, la historia siguió así: “A Claudio se lo llevaron a un cuartel y lo asaron lentamente en una gran parrilla, para que hablara, y Claudio se murió quemado sin cantar ni una cita”.
Adriana y Mariana
“Disculpame por el desorden, pero mi hijo se está mudando y la casa es un caos total”, dice Adriana Slemenson, melliza de Claudio, en la puerta de su casa del barrio de Colegiales casi cuarenta años después de la desaparición de su hermano. Caos total: uno espera encontrarse con la escenografía de una película postapocalíptica, con ropa tirada en el suelo, libros desparramados, mesas patas para arriba. Pero no, la escena ni siquiera parece propia de una mudanza: no hay cajas apiladas, ni vajilla embalada en el irresistible plástico transparente de las burbujitas, no hay un solo mueble fuera de lugar. Lo que sí hay es un living cálido y apacible de techos altos, ventanales luminosos que dejan ver un jardín con pileta, algunos objetos antiguos en repisas, tres sillones y una mesa ratona. Y sobre la mesa ratona, un cuaderno anillado que contiene unas cien (¿ciento cincuenta?) páginas de fotocopias. Adriana es una mujer muy ordenada y prolija.
El cuaderno
Claudio Slemenson no murió en aquel tiroteo, ni murió cuando una bomba voló el Rastrojero en el que viajaba, y –a pesar de lo que dicen Caparrós y Anguita en La Voluntad, y que fue reproducido en muchos otros libros– tampoco murió asado en una parrilla por no cantar los nombres de sus compañeros. Lo cierto es que no se sabe cómo murió, porque está desaparecido. Mejor dicho: es un desparecido. Sin embargo, hay cosas que sí se saben. Pero eso se encargarán de dejarlo en claro Adriana –la ordenada y prolija Adriana– y Mariana, su otra hermana, la menor de los tres, que acaba de tocar el timbre.
Adriana dice que todo lo que se sabe de Claudio está en el cuaderno que reposa sobre la mesa ratona. Ni en los libros, ni en las leyendas populares: está en el cuaderno. Y en la causa. A partir de ese momento, el cuaderno cobra vida y se hace imposible quitarle la mirada. Su tapa es de una especie de acetato transparente que deja ver la primera carilla: es una foto en blanco y negro oscurecida por una fotocopia de mala calidad, donde se adivina un Claudio joven y bien parecido, de mirada perspicaz, que sonríe hacia la cámara.
El cuaderno tiene una historia: es la historia de Claudio pero también la de Mariana y la de Adriana, y la de Alberto y Aída, sus padres ya fallecidos, y la de todos los Slemenson. Es la búsqueda de una familia, y la documentación, prolija y ordenada, de esa búsqueda.
Las versiones falsas
Las primeras dos versiones de la muerte de Claudio en realidad no revisten mayor importancia. Prácticamente nunca nadie las creyó y fueron más producto de confusiones y malentendidos que de operaciones deliberadas para tergiversar la verdad. La historia del tiroteo fue la primera que oyeron los Slemenson cuando desapareció Claudio, pero quedó rápidamente desestimada porque no tenía asidero. La de la explosión del Rastrojero, tampoco. Aunque le costó a Alberto y Aída algún viaje a Tucumán –alguno más, de los varios que ya habían hecho– y una pequeña pero seguramente tortuosa investigación, que los llevó a descubrir que el vehículo que había explotado no era un Rastrojero o quizás ni siquiera había explotado ningún vehículo, sino simplemente había chocado luego de una especie de raid delictivo que nada tenía que ver con su hijo.
También circularon otras teorías apócrifas. El cura Emilio Gra-sselli (¡ay!), por ejemplo, dijo que Claudio seguramente se había fugado con una chica, mientras que había quienes aseguraban que estaba internado en el Borda. De la búsqueda de Alberto y Aída por los pasillos del hospital psiquiátrico, Adriana y Mariana no dicen mucho. Huelgan las palabras.
El rumor de la parrilla: primera parte
La primera vez que Adriana escuchó la historia de la parrilla fue en boca del dirigente montonero Rodolfo Galimberti, en México. Corría el año 1980 y ambos estaban exiliados –Adriana había recibido la información de que los militares la estaban buscando–. “Tu hermano murió y lo quemaron vivo”, esas fueron, textuales, brutales, las palabras de Galimberti. “Igual yo lo escuché, y así como me lo dijo, lo olvidé. Fue como si no me hubiera dicho nada.”
La segunda vez fue en 1983, en la sala de espera de un CELS atiborrado de gente que, como ella, con la vuelta a la democracia acudía ávida de información, de denuncias, de datos sobre sus familiares desaparecidos. Esta vez fue Juan Martín, otro militante montonero, quien se lo dijo. Juan Martín jamás declaró esta versión frente a la Conadep ni en ninguno de los juicios.
Por lo general es imposible determinar dónde nacen estos mitos que luego quedan arraigados en la cultura (y la literatura y el periodismo) popular como verdades reveladas. No obstante, esta vez sí fue posible. Gracias al sentido común, a una periodista honesta y a dos hermanas que parecían ser las únicas en querer conocer la verdad.
Sentido común
Mariana leyó La otra Juvenilia, donde decía que Claudio había sido brutalmente torturado por no delatar a sus compañeros. El dato le llamó la atención porque ella nunca había escuchado nada parecido –Adriana no le había contado la historia de Galimberti ni la de Juan Martín– y además no constaba en la causa. De todas formas, cualquier nueva información era bienvenida, y les escribió a los autores para ver si ellos sabían algo que ella no, algo que pudiera explicar qué había sucedido con su hermano. Pero Santiago Garaño y Werner Pertot no sabían nada nuevo, simplemente habían leído eso en La voluntad. Entonces Mariana corrió hasta la librería más cercana, pidió el libro, buscó en el índice la S de Slemenson y leyó que “a Claudio se lo llevaron a un cuartel y lo asaron lentamente en una gran parrilla, para que hablara, y Claudio se murió quemado sin cantar ni una cita”. Ni siquiera compró el libro.
Sentido común: si alguien podía escribir con lujo de detalles el final de la vida de Claudio era porque tenía que haber testigos que lo hubieran visto. La respuesta de Caparrós, cuenta Mariana, fue que él no iba a revelar sus fuentes, que qué se creía ella, que la historia no se escribe con testigos, que era algo que él había escuchado.
La verdad
En este punto hay que volver hacia atrás, hasta el cuaderno sobre la mesa. El cuaderno nace alrededor de 2008, pero su gestación se remonta a 1975. Luego de la desaparición de Claudio, sus padres iniciaron una búsqueda incansable: visitas a diputados y senadores de los distintos sectores políticos; telegramas a las autoridades nacionales (desde Isabel Perón hasta Videla, pasando por todos los jueces y ministros habidos y por haber); cartas a la Cruz Roja Internacional, a Amnesty Internacional, al Comité Rusell, entre otras organizaciones; pedidos al Episcopado argentino; gestiones en Inglaterra, Italia, Suiza y Francia; solicitadas en los diarios de mayor tirada; numerosas interposiciones de recursos de hábeas corpus. Toda esa documentación –que Adriana se ocupó de encontrar entre las pertenencias de su madre, quien, pasados treinta años de la vuelta a la democracia, la mantenía escondida por miedo, y luego de ordenarla y anillarla en su prolija carpeta–, toda esa documentación, decíamos, sumada a los testimonios en la Conadep y en la Megacausa Operativo Independencia, es la verdad de Claudio.
Y Claudio era un joven egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y estudiante de Agronomía que, con apenas 20 años, era miembro titular del Consejo Superior del Movimiento Peronista Auténtico y delegado nacional de la Unión de Estudiantes Secundarios (U.E.S.). En octubre de 1975, viajó a Tucumán para mantener reuniones vinculadas con su militancia política estudiantil. El 4 de ese mes, a las 13, Raúl Trenchi lo pasó a buscar con su camioneta Rastrojero por el hotel donde se hospedaba y lo llevó a su casa, ubicada en la calle Alsina 74. Ocho hombres que portaban armas, algunos vestidos de civil y otros ataviados con uniformes militares, irrumpieron en la vivienda, secuestraron a Claudio y a Trenchi, y dejaron encerradas en el baño a Nora Montesino, la esposa de Trenchi, junto con su beba. El operativo continuó hasta una segunda casa en donde el mismo grupo secuestró a Amalia Moavro (embarazada de cinco meses) y a su pareja, Héctor Mario Patiño. Se sabe que los cuatro permanecieron cinco días detenidos en la Jefatura Central de la Policía de Tucumán, donde fue visto estacionado el Rastrojero de Trenchi. Luego, según testigos presenciales, de carne y hueso, Claudio y Amalia fueron trasladados al centro de detención clandestino conocido como la Escuelita de Famaillá. Hasta allí llega el rastro de Claudio. Ni tiroteo, ni camioneta, ni parrilla.
El rumor de la parrilla: el origen
La periodista Adriana Robles, en su libro Los perejiles: los otros montoneros también había escrito que Claudio fue brutalmente torturado por no cantar los nombres de sus compañeros. Ella también lo había tomado de La Voluntad y de una especie de verdad que nadie cuestionaba. Una verdad por la que no era posible mencionar el nombre de Claudio Slemenson sin sentir escalofríos. “Yo decía, soy Adriana Slemenson, la hermana de... y todos hacían ‘uuuh’ y miraban como no sé qué. Y yo pensaba, claro, uuuh, Claudio...”. Pero la desaparición de un chico de veinte años, que es en lo que pensaba Adriana, no era suficiente. No: lo habían convertido en un héroe sobrehumano, en un ejemplo a imitar.
Adriana Robles se hizo cargo de lo que había escrito y comenzó a investigar para darle una respuesta a Adriana y a Mariana Slemenson. Así dio con Yuyo, otro militante montonero más en esta historia. Fue Yuyo, a través de una carta que le escribió a Adriana Robles, quien reveló el origen del mito: “(...) Pasados los años, descubrí que Galimberti era un gran fabulador y que inventaba esa clase de cosas para generar en la tropa las reacciones que pretendía, sin importarle demasiado la relación de sus dichos con la verdad. Tengo muchos ejemplos de cosas parecidas, que contribuían a la moral de combate pero era imposible que realmente las supiera. El sostenía que la verdad como concepto es inexistente y que eso le daba derecho a decir lo que se le antojara y fuera útil a sus fines. Esto no es una interpretación mía, sino sus propias palabras, dichas en innumerables charlas entre dos buenos amigos. Se reía de mí diciendo que yo creía en la verdad absoluta e inmanente, mientras él afirmaba que el propio concepto de verdad es sólo un artificio para obtener poder sobre las cosas. (...) Una vez lanzada la versión, nada ni nadie podría jamás hacerlo desmentirse a sí mismo. Y, para peor, todos lo repetíamos como idiotas. (...) Si tenés contacto con Mariana Slemenson, dale mis saludos”.
Nota: Durante la confección de este artículo me comuniqué con Martín Caparrós, quien no quiso responder ninguna pregunta sobre este tema. Por otro lado, tanto Adriana Robles como Santiago Garaño y Werner Pertot modificaron los pasajes referidos a Claudio Slemenson en las ediciones posteriores de sus respectivos libros. Las últimas ediciones de La Voluntad, en cambio, mantienen la misma versión. Según pudieron averiguar Adriana y Mariana Slemenson, la carta de Yuyo nunca fue publicada.
* Periodista.
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