domingo, 29 de enero de 2012

En el nombre del hijo

Después de 25 años volvió a reeditarse José, uno de los primeros libros sobre la militancia de los ’70. Lo escribió Matilde Herrera, a quien la dictadura le desapareció a sus tres hijos.

Una madre con sus tres hijos ilustra la foto de esta nota. En primer plano está la mamá, Matilde Herrera. Periodista, escritora, poeta. La rodean sus hijos, que tuvo con Rafael Beláustegui: Valeria, la mayor; José, el del medio (con bigote); Martín, el más chico (con cara aniñada). ¿Había en ellos un sentimiento premonitorio? Se podría inferir por esos rostros graves, las miradas duras, las sonrisas que no aparecen, las ropas de un único color negro. ¿Presagiaban lo que vendría: la muerte, la aniquilación, la oscuridad? Esos tres chicos que inquieren desde esta página ya no están. Militantes del PRT-ERP, fueron desaparecidos en 1977, al igual que sus parejas. Matilde siempre los buscó. Exiliada en París, formó parte de la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadhu). Desde allí denunció al terrorismo de Estado y pidió por la aparición de sus hijos y nietos. Volvió al país en democracia y fue una activa Abuela de Plaza de Mayo. Murió de cáncer en 1990, sin respuestas.
Tres años antes de morir dejó un legado histórico: el libro José, publicado por primera vez en 1987, después de dos décadas de ausencia. Agotado durante muchos años, ahora fue editado por Ediciones Punto Crítico, gracias a la decisión de los nietos de Matilde, Antonio y Tania. Matilde explica en las primeras páginas el motivo de José: “Resucitar la voz de un militante popular de los ’70”. También lo expone Osvaldo Soriano, desde el prólogo de la primera edición: “Ésta es la historia de una vida que se cuenta a sí misma. El personaje de este libro es un símbolo de aquella época: Matilde se hace intérprete de las pasiones, los anhelos y los errores de José, de sus hermanos y por extensión de todos los militantes que intentaron cambiar por la fuerza un orden de injusticia y engaño.”
El libro reúne en 400 páginas el relato de Matilde sobre la historia familiar, fotos, dibujos y poesías de José, el recuerdo de amigos, las entrevistas que Matilde hizo a las personas que lo conocieron. Y muchas cartas: de un niño a su madre, de un adolescente que viaja, de un joven que intenta tranquilizar a su madre desde la clandestinidad. Nada aquí es ficción. Todo pasó y estremece leerlo. A diez años de la desaparición de José, Matilde escribió: “Han quedado tus cartas, tus escritos. Ha quedado tu voz, y yo me permito darla a conocer. Quiero que permanezca tu palabra, la de tus hermanos, y a través de ustedes, la de todos aquellos que fueron secuestrados durante la dictadura. Los que están desaparecidos, pero que no han de aparecer jamás.”

Matilde trabajó en la Argentina en agencias de publicidad y también en las revistas Primera Plana y Crisis, entre otras. Fue amiga de Paco Urondo, Rodolfo Walsh, David Viñas y Julio Cortázar. Con Rafael Beláustegui tuvo a sus tres hijos. Se separaron y tuvo un segundo matrimonio con Roberto Bobby Aizenberg, un reconocido artista plástico. El libro es, primero, un hermoso relato sobre la cotidianidad de una madre y sus tres hijos. Sobre los problemas de la crianza, los pormenores de la convivencia. Y el despertar político y el compromiso de esos chicos en los convulsionados años del Mayo Francés, la muerte del Che, Vietnam, el Chile de Salvador Allende, Ezeiza. Matilde recuerda que en 1962, con ocho años, José le preguntó: “Mamá, ¿por qué los hombres no se quieren?”. “Lo abracé fuerte. Toda su vida siguió haciéndome esa pregunta. Él amó mucho y no podía soportar el odio. Cuando fue creciendo trató de revertir esa situación.”
El interés de José por la militancia empezó de muy joven. A los 13 años se acercó al Partido Comunista Revolucionario (PCR). Fue también dirigente del Frente de Lucha de Secundarios (FLS) y de la columna Inti Peredo de las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL). Para esa época, Valeria había optado por el Movimiento de Liberación Nacional (MNL) que lideraba Ismael Viñas. Matilde recuerda una noche con José, cuando le informó sobre la muerte de un sobrinito de Aizenberg. Se puso a llorar y le decía: ¿Por qué, mamá? “De golpe tuve una imagen clarísima del hecho de morir. Fue como un latigazo. Lo miré y pensé que la ausencia definitiva era posible. Que nadie podía defenderse si la muerte atacaba. En ese momento presentí por primera vez que algún día no lo tendría a mi lado.”

Su intuición de madre se haría realidad. De la militancia estudiantil, los tres hermanos pasaron al PRT-ERP. Matilde recuerda cuando José se lo informó. “¡No quiero saber!”, le dijo y se tapó los oídos. “Mamá –le dijo apartando suavemente sus manos– no puedo vivir de espaldas a la injusticia.” “¡Te van a matar! ¡No quiero que te maten!”, le respondió y lo abrazó llorando. Durante los años ’74 y ’75 la militancia había acrecentado los riesgos de seguridad de los tres hermanos, con el acecho constante de las tres A y la policía. Todo se agravaría, claro, con la llegada al poder de las fuerzas armadas. José fue secuestrado el 30 de mayo del ’77, con su esposa Electra. Tenía 22 años. Una semana antes habían chupado a su hermana Valeria, de 24 años, con su esposo Ricardo Waisberg. Martín, de 19, fue apresado junto a su esposa, María Cristina López Guerra, dos meses después. Sólo se supo que José pasó por el centro clandestino de detención El Atlético. Y que Valeria y su esposo por El Campito. Valeria y María Cristina estaban embarazadas de tres meses al momento de su desaparición. No se sabe el destino de esos bebés. Quedaron dos pequeños hijos: Tania Waisberg, de quince meses, que fue devuelta a su familia. Y Antonio Beláustegui, de dos años, hijo de José.
“Señores, en menos de un año ha desaparecido toda una familia. Nadie me ha dicho de qué se los acusa. No sé dónde se encuentran. No sé si están enfermos. No sé si son sometidos a torturas, no sé si están vivos o muertos”, escribía en septiembre de 1977, desde el exilio. Se había ido a París con Aizenberg. Ni bien llegó, se puso en contacto con otras víctimas. Una de sus primeras cartas fue traducida al francés y al inglés y circuló por todo el mundo. Al poco tiempo, testimonió en la ONU. Matilde ya era parte de la Cadhu. Volvió, como muchos otros, en el ’83. La lucha la seguiría desde su trabajo en Abuelas. Su compromiso duró hasta el día de su muerte, en 1990. Una década después, en 2001, llegó el reconocimiento: la Legislatura porteña la eligió como una de las mujeres argentinas del siglo XX.

El prólogo actual de José lo escribió el secretario de Derechos Humanos de la Nación, Eduardo Luis Duhalde. “Matilde fue una entrañable amiga. Recorrió Europa denunciando a la dictadura terrorista, anteponiendo su fuerza espiritual por sobre su precariedad física y continuó su lucha durante la democracia. Con su palabra, su fuerza, su historia dio sentido al ejercicio de una ética irrenunciable reclamando una y otra vez no sólo por la aparición con vida de sus hijos, sino de todos los desaparecidos”, recuerda para Miradas al Sur. Y agrega: “Puso al servicio de esta lucha, sobreponiéndose a la brutal tragedia, su fino intelecto y la cultura que poseía. Nos queda el recuerdo de su extraordinaria personalidad y sus tres libros –del cual José es su obra mayor– cuya relectura nos calienta el alma.”
El texto termina con un poema de José, escrito en 1968, cuando tenía 13 años. Dice: “Sé que algún día dejaré de pertenecer al mundo/ y nunca más podré escribir/ ni hacer el amor/ ni disfrazar la naturaleza con un poema/ ni viajar en los libros/ ni exponer mis ideas./ Por eso es que en este poema dejo mar, cielo y luna/ mariposas, besos y sirenas/ y me dejo a mí/ porque cuando muera seguiré viviendo en estos versos.”

por Raúl Arcomano

jueves, 26 de enero de 2012

Reconstrucción histórica represión en Campana

Miguel Di Fino, profesor de historia e investigador sobre la represión en Campna durante la dictadura
“En la bajada hacia los bañados llegaban camiones del Ejército con cuerpos y los quemaban con cubiertas”
Campana formaba parte del cordón de ciudades industriales en el litoral del Paraná, con la omnipresencia de la empresa Dálmine-Siderca. Di Fino denuncia que todavía persisten los “códigos de silencio”.
 
Por Gustavo Veiga

–¿Por qué trabaja en la reconstrucción histórica de los ’70 en Campana, su ciudad natal?

–Soy nacido y criado en Campana. La aproximación tiene que ver con los desaparecidos y fundamentalmente proviene de la militancia política. Entre el ’83 y el ’95 milité en el Partido Intransigente, fui uno de los fundadores del partido en el distrito, con otros compañeros. Todavía no había empezado a estudiar Historia y venía del cierre de la Universidad de Luján, de la primera etapa, donde estudiaba Licenciatura en Tecnología Educativa. En ese momento también cursaba una tecnicatura superior en Cine Documental y Tecnología Educativa en Vicente López. Ya estábamos, digamos, en la transición de la dictadura a la democracia y esos temas cada vez sonaban más fuerte. Ahí empieza a tomar forma la idea de poder hacer una narrativa de esa historia reciente que era embrionaria en el ’83. Bueno, después y ya más adelante, cuando hice el profesorado de Historia acá en Campana, como trabajo final con otros compañeros nos propusimos tratar de sistematizar la cuestión de los desaparecidos en la ciudad.

–¿Con qué se encontró?

–Había desde donde empezar a tratar de reconstruir esa historia. Y en ese primer trabajo que hicimos, tuvimos problemas de datación. Usted sabe que en los pueblos de provincia el tema de la información lo que devuelve es silencio, siempre es silencio. Pero con gente que salió de la cárcel, sobrevivientes, algunos que se sumaron al PI, y otros conocidos que eran acá del distrito, nos juntábamos y sistematizábamos la información que había. Se armaron muchas listas, hubo una comisión de derechos humanos en el ’84, y los familiares, obviamente, hicieron su tarea cuando secuestraron a sus seres queridos.

–¿Y en qué se materializó su investigación?

–En el trabajo final del profesorado que se llamaba Seminario 4, una tesina. Se eligió un tema y bueno, avanzamos con eso. Empezamos con las entrevistas, obviamente con el marco teórico que facilitaban las publicaciones que ya había y pese a ciertos problemas con datos históricos. En Campana yo contextualicé todo en el año ’75 y tendría que haber arrancado en el ’73. En mi segundo libro pedí disculpas y traté de solucionarlo de alguna manera.

–¿Cómo se llaman sus dos primeros libros?

–Sobre ausencias y exilios, en colaboración con otros dos profesores de historia, Ariel Núñez y Soledad Sadonio, y De solitarios sueños y utopías truncas, en coautoría con Leonardo Maldonado y Ariel Núñez, un licenciado en Comunicación. El primero fue el que más impacto generó porque la presentación tuvo mucha adhesión; vinieron familiares, militantes, fundamentalmente porque nadie creía que íbamos a poder escribir un trabajo con sentido crítico sobre la historia reciente de Campana.

–Mencionó dos dificultades cuando inició sus investigaciones: el silencio pueblerino y la escasez de datos. ¿De qué modo se hacían visibles entonces las consecuencias de la represión durante la dictadura en la ciudad?

–Inicialmente por los militantes de distintos partidos, o sea, peronistas, radicales, intransigentes, comunistas, socialistas, y si bien se discutían estas cuestiones, no estaban explícitas en el diario del pueblo. No había, digamos, un análisis de fondo sobre la cuestión de la desaparición forzosa en Campana, no lo había.

–¿Ni siquiera con la democracia ya avanzada?

–Ni siquiera ahora.

–¿Cómo se llama el diario de Campana?

–La Auténtica Defensa. Nació en el ’77 y antes se llamaba La Defensa Popular. Pero, justamente, producto de la dictadura y de ciertos inconvenientes, el dueño, un gallego de una familia tradicional de Campana, tuvo que ceder el diario y fundar otro. Había un problema de dineros, hubo coacción y eso, probablemente, haya generado también que la nueva publicación decayera respecto de esos temas. En Campana no están las colecciones completas de La Defensa Popular, que es un diario que viene, prácticamente, desde principios del siglo XX. No están los ejemplares, hay recortes, hay un archivo particular que tiene algunos diarios. Y son dos las versiones sobre esto: que se quemó el material y que lo vendieron. El último director dice que él no tiene la colección.

–¿Cree en alguna de esas versiones?

–Consciente o inconscientemente lo que se busca es que no se encuentren pistas para poder reconstruir esa historia reciente. No digo que lo hagan de mala leche, pero estos códigos de silencio siguen vigentes. ¿Por qué? Bueno, porque a través del trabajo que uno ha hecho sabe que ha existido un compromiso de la sociedad civil con esa represión. En distinto grado. Muchos de ellos pertenecían a asociaciones intermedias muy en boga durante la dictadura, sobre todo en un distrito como este de la provincia de Buenos Aires. Los responsables militares para llegar a la gente dependían de las sociedades de fomento y de las instituciones intermedias. ¿Cuáles eran? El Rotary, el Club de Leones. En casi todos los pueblos de provincia aparecían por ese lado. Algunas, aún hoy, siguen teniendo ascendencia política a nivel comunitario. No estoy diciendo que hayan delatado o que tengan una complicidad explícita, pero saben la historia y no la quieren contar.

–¿Qué es lo más significativo que aportan sus investigaciones a la memoria colectiva de un lugar como Campana?

–A ver... creo que sería el conjunto de los trabajos, que es poner en cuestión, en estado académico, la historia reciente como corriente historiográfica. Esa que es resistida aun por los historiadores más versados y que existe en este pueblo. Eso quiere decir que hay otra historia para contar. Por ejemplo: se pueden mencionar todos los beneficios que nos dieron los Rocca, el trabajo, las casas... está ese fenómeno. Ahora, además tenemos todo lo otro. Tenemos los desaparecidos, los temas de contaminación, el avance sobre el espacio público, la pérdida de la línea de sirga, la costanera ocupada totalmente por empresas. Hay otros compañeros que trabajan desde la geografía y desde la Licenciatura Ambiental sobre la presencia de Dálmine-Siderca. La idea es tratar de ser crítico aun con todas las limitaciones que imponen estos monstruos.

–Usted decidió contar la historia de su ciudad tomando como referencia ineludible a la empresa de los Rocca; que es a Campana lo que Ledesma a Libertador General San Martín en Jujuy o Acindar a Villa Constitución en Santa Fe. ¿Cómo explica su omnipresencia en la vida de la comunidad?

–Está ahí, siempre está. Desde el punto de vista ideológico, para mí, más que un imán es un problema de convicción. No quiero decir que abomino, pero las multinacionales no me simpatizan, ni ninguna empresa que construya cultura porque tiene ese gran poderío económico que posee Siderca y que marca las pautas del funcionamiento comunitario. En el primer libro trabajamos con una lista de compañeros desaparecidos que había sido elaborada por distintos sectores políticos. Obviamente que la mayoría de los que figuraban ahí tenían vinculación con la empresa. Así que, digamos, era casi obvio: debíamos empezar a buscar por ese lado, no sólo por los compañeros que estaban desaparecidos y trabajaban en la fábrica, sino por todas las vinculaciones políticas y sociocomunitarias que tiene una compañía como Siderca en un distrito como Campana.

–¿De qué manera se establecen y perduran esas relaciones sociocomunitarias?

–Acá la empresa regula el mercado laboral, regula las relaciones sociales, por ahí un poco menos pero también regula la producción cultural: qué cosas apoya, qué cosas no apoya. Evidentemente, existe un compromiso de lo que es la dirigencia y de los partidos políticos hacia Siderca. Es así, es real. Tuvimos que orientarnos para ese lado, y que gran parte de los trabajos giren alrededor de ella. Aunque no es el centro, digamos, siempre aparece. Siempre aparecen cosas espantosas a medida que se va enterando uno cuando hace las entrevistas. En el tercer libro, un poco por casualidad, un colega me mandó un mail diciéndome: “Mirá este vínculo de la revista Análisis de Entre Ríos. Aparece un tal Rulo Ramat al que matan en Campana”.

–¿Quién era Ramat?

–Empezamos a buscar, y me encuentro con el homenaje a un ingeniero que trabajaba en Dálmine, de la Universidad Católica de Entre Ríos. Aparece el hermano de Rulo, Manuel, a través de gente de Derechos Humanos de Entre Ríos. Y bueno, ahí empecé a reconstruir la historia. Era un ingeniero que había estudiado en la Universidad Católica en Paraná, que vino a Campana a principios del ’75, más o menos. Inclusive, fue entrevistado por Roberto Rocca. Cuando lo asesinan, el mismo Rocca se interesó por las exequias de este compañero y le pagó todos los servicios fúnebres. Un grupo de tareas llegó a su domicilio cuando estaba por cenar con su mujer. El abrió la puerta y se escuchó: ¡Pum! Ramat era un muchacho que tenía compromiso social, un militante católico. Aunque en realidad, interpreto que buscaban a su hermano Manuel, que militaba en Montoneros. Esa historia no estaba registrada en el pueblo.

–Campana estuvo comprendida en lo que se denominó Area 400, a cargo del Ejército. ¿Cómo funcionó la represión en su ciudad?

–El Area Conjunta 400 tenía su base en la fábrica militar de Tolueno. De hecho, Campana, diría que fue un campo de concentración. Primero, por la cantidad de centros clandestinos de detención acreditados en la causa 53/10 de 2004, que es la que inició Sara Cobacho cuando era subsecretaria de Derechos Humanos. Y después, por los que he ido localizando a través de las entrevistas. Acá, con casi diez centros clandestinos de detención identificados en el distrito, no hay un solo elemento de las fuerzas de seguridad muerto en un enfrentamiento, en toda la dictadura. Pero en un barrio de Campana que se llama Las Praderas hay un lugar que hemos denominado “la hoguera de las praderas”. En la bajada hacia los bañados llegaban los camiones del Ejército cargados de cuerpos y los quemaban en cubiertas. Y muchos de ellos llegaban vivos y los quemaban vivos. Esto lo refiere una persona que es testigo ocular y que pide reserva de identidad porque tiene familia y un miedo terrible. Aunque por ahí, en algún momento, lo pueda contar públicamente. Vio todo escondida entre los matorrales.

–¿Coincide con lo que varios testigos describen de que la represión en Campana se organizó meses antes del golpe del ‘76 desde el hotel de Dálmine-Siderca donde se alojaba al personal jerárquico de la empresa?

–Sí, sí. En el momento del golpe, el 24, se establecen en el hotel Dálmine. Las versiones previas que yo fui recogiendo señalan que hubo reuniones de algunos dirigentes políticos en los meses de enero, febrero, en el hotel que también era una confitería y tenía un restorán. O sea que cuando los militares ocupan ese lugar, obviamente que tenían el acuerdo de la empresa para hacerlo.

–¿Investigó sobre la historia de Agostino Rocca durante el fascismo y la influencia que podría haber tenido ese ideario en el complejo siderúrgico de Campana durante la época de mayor represión?

–En los procesos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, en la que habían cometido crímenes de guerra, a los nazis les aplican un modelo de juicio como Nuremberg, que difiere del que se instala en Italia con los fascistas. Ahí se hacen los llamados “juicios de purgación”. A Rocca lo someten a un proceso de este tipo y sale libre. Primero piensa radicarse en Estados Unidos. La vía de salida de los fascistas de Italia era por Bélgica. Salían y después, por mar, llegaban a América.

–Tras ese juicio, ¿Agostino Rocca queda limpio de los cargos que pesaban sobre él como colaborador del régimen fascista?

–Sí, porque utiliza el mismo argumento que durante años hemos escuchado acá, que emplean nuestros empresarios: ‘Yo lo único que le brindé al régimen fue asesoramiento técnico’. Rocca ni siquiera estaba afiliado al Partido Fascista. “Yo soy italiano en un gobierno nacionalista, aporté mi conocimiento técnico para engrandecer Italia” decía, y toda la cuestión del patriotismo.

–A la familia Rocca y su patriarca Agostino se le adjudican lazos estrechos con la Iglesia Católica y en especial con el obispo Alfredo Espósito Castro, quien estuvo al frente de la diócesis Zárate-Campana desde el 4 de julio de 1976 hasta 1991. ¿Qué datos puede aportar de esa relación?

–Cuando se crea el obispado acá, hay una injerencia de Roca en eso. Interviene. Aporta lo suyo para que esto ocurra. De hecho, el obispo que se nombra, Espósito Castro, que es el primero, en distintos documentos de la Iglesia de esa época es uno de los más doctrinarios respecto al sostenimiento del régimen militar. Está en distintas publicaciones del Episcopado. Si bien fue un hombre muy querido y respetado en el pueblo, era un sacerdote de orden. No fue casual haber elegido a Campana como una nueva diócesis. El gremialismo basista que había en la región, desde Pacheco hasta San Lorenzo en Santa Fe, era muy importante.

–La inserción político sindical del PRT-ERP en la zona de influencia de Dálmine-Siderca es reconocida por los trabajadores de aquella época. ¿Esto en qué medida influyó para que se ensañara más la represión con los obreros de la fábrica?

–Había una dinámica gremial dentro de la empresa, donde no sólo confluía gente que estaba encuadrada orgánicamente, también había independientes, que simpatizaban con sectores de izquierda y que tenían un nivel de ascendencia sobre las bases, digamos, que confrontaban constantemente con la conducción sindical de la UOM. Y además con los directivos de la empresa, con los ejecutivos.

–Esas condiciones cambiaron totalmente con el golpe de Estado. ¿La empresa se tomó revancha, como declaran algunos ex trabajadores de Dálmine-Siderca?

–Totalmente. Al menos por unas charlas que he tenido con gente que trabajó, que estuvo detenida circunstancialmente o que era empleada ahí, las condiciones sociales del operario de Siderca eran las de clase media. Iban a Modart con el recibo de sueldo o la tarjeta de obrero de Siderca y se hacían los trajes a medida, lo cambiaban varias veces por año. ¡Increíble! O sea, ¿qué quiero decir con esto? Había como una efervescencia, una bonanza económica con la cual ellos estaban bien. Pero adentro de la planta seguían peleando. Si había un compañero que era de la gremial interna y decía que se paraba la línea de producción de tal cosa, se paraba toda la línea. Un ex trabajador reivindicaba ese momento cuando me decía: “Eso era fantástico, era lindo, ¿sabe por qué? Porque la gente creía”.

–Los resultados de sus investigaciones, ¿tuvieron consecuencias políticas en Campana?

–Desde lo personal, valoro los trabajos en función de que sirvan a los compañeros para seguir militando. O sea, creo que, y no porque me haga el modesto ni nada por el estilo, la investigación es un grano de arena más en el camino que se viene recorriendo desde el primer familiar que denunció la desaparición de un compañero. Yo aporto ahí. Me importa que les pueda servir a los compañeros que siguen trabajando con la querella y militar desde ese lado

lunes, 23 de enero de 2012

Los gritos del silencio. La violencia sexual sobre las detenidas

Resistencias

... Y nadie quería saber. Relatos sobre violencia contra las mujeres en el terrorismo de Estado en Argentina es el libro escrito desde Memoria Abierta por Claudia Bacci, María Capurro Robles, Alejandra Oberti y Susana Skura, que se publicará el mes próximo. La irrupción en las audiencias orales y públicas de los relatos de violencia sexual en los centros clandestinos de detención y la apertura judicial a reconocerla como un delito autónomo, tan sistemático como las torturas, pusieron un tema silenciado durante 35 años en la agenda pública.

Por Sonia Tessa

Silenciado, como plantea el título del libro, no por las propias víctimas que lo vienen diciendo desde las primeras denuncias, sino porque no había quién escuchara. Las autoras, integrantes del archivo oral de Memoria Abierta (conjunción de cinco organizaciones de derechos humanos empeñadas en reunir, preservar, organizar y difundir el acervo documental sobre el tema), consideraron que tenían algo para decir, a partir de las 740 entrevistas realizadas, de las que aproximadamente 100 corresponden a mujeres que estuvieron presas, legal y/o ilegalmente, entre 1973 y 1983. Y una de las cuestiones más notables es la necesidad de las sobrevivientes de correrse de la posición de víctimas para hacer foco en sus relatos de resistencia, en aquellos pequeños gestos y solidaridades a los que se aferraron las militantes para no darles el gusto a sus verdugos, para seguir sintiéndose personas.

“Al hablar de resistencias nos referimos a aquellas estrategias personales que permitieron a las sobrevivientes atravesar la violencia mitigando en cierta medida el daño –y en menor medida– en algunos casos evitándolo”, dicen las autoras en una parte del libro, que se basa en 63 testimonios.

El libro señala las “estrategias colectivas de resistencia y gestos de solidaridad tan contundentes como para detener la amenaza o, al menos, detenerla en un momento dado y hacia una destinataria en particular. Gritos, golpes, señales de alerta entre compañeros y compañeras de encierro que no se conocían, que no podían siquiera verse, acciones improvisadas que coartaron, al menos temporalmente, las intenciones de sus captores. Suele ser en estos pasajes del relato, antes que en la descripción misma de los hechos de violencia o del miedo, donde las mujeres lloran, se angustian y también se emocionan, reivindicando la pequeña gran afrenta que esos gestos supusieron.” Porque esas mujeres –y esos hombres– eran militantes que confiaban en la organización y la solidaridad. “Quienes lograron eludir la amenaza gracias a las acciones de otros compañeros o compañeras, los agradecen hoy con tanta emoción como entonces –continúa–. Y nadie quería escuchar...”

Una de las primeras preguntas que se hacen en el libro aparece como “inevitable”. “¿Por qué ha sido tan difícil decir y escuchar estos relatos, por qué se ha demorado tanto tiempo en visibilizar y discutir socialmente el lugar que tuvo la violencia contra las mujeres en el terrorismo de Estado?”, plantean las autoras, y despliegan algunas hipótesis.

El testimonio de Alicia Morales, de Mendoza, es iluminador sobre una dimensión presente en todo el trabajo: el tiempo. “Cada vez que nosotras queríamos hablar y contar, nos decían ‘no te acordés que te hace mal’. Y yo al principio pensaba ‘¿por qué me hace mal? Si yo quiero que sepan lo que pasó’. Y después me di cuenta de que en realidad le hacía muy mal al que escuchaba, porque eso lo obligaba a tomar partido, a darse por enterado, ¿no? Y nadie quería saber. Han tenido que pasar 30 años para que podamos hablar de algunas cosas.”

A la hora de revisar en el archivo oral, una de las autoras del libro, Alejandra Oberti (coordinadora además del archivo), consideró que “este relato estaba, desde el comienzo había personas que habían hablado. No es que las mujeres no quisieran hablar, sino que no habían podido hacerlo porque no había quién las escuchara”. Con la experiencia de haber tomado decenas de testimonios, Oberti cuenta además por qué consideran que el archivo oral les da a las sobrevivientes otra posibilidad de relato. “Las características de los testimonios que guardamos en estos archivos tienen una serie de garantías: es amigable, se da el relato respetando los tiempos, opciones narrativas, qué y hasta dónde quiere contar, no tiene otros objetivos que no sea sostener ese relato en sí mismo. Eso ofrece condiciones para que algunos relatos emerjan. Es un tipo de testimonio que no está puesto en cuestión, no es como el testimonio ante la Justicia que está confrontado por las defensas”, apuntó Oberti.

En un trabajo rico por sus interpretaciones y cruces, hay otros dos abordajes dignos de subrayar. Por un lado, la experiencia de la maternidad en cautiverio. Cada relato de mujeres embarazadas que pasaron por centros clandestinos de detención –o de mujeres que vieron parir a otras cuyo destino era la muerte, y el de sus hijos, la apropiación– es sobrecogedor. “Las condiciones en las que cientos de mujeres atravesaron la experiencia del embarazo y la maternidad en cautiverio han sido escasamente consideradas como formas específicas de violencia contra las mujeres. Un repertorio particular de prácticas represivas se desplegó sobre quienes esperaban hijos al momento de ser secuestradas. Además de torturas particularmente dirigidas a atentar contra sus embarazos y cuestionarlas en su condición de mujeres, madres y militantes, sus cuerpos fueron instrumentalizados en función del nacimiento de los hijos que, como parte del mismo plan, serían apropiados”, dice el texto, que también plantea: “La barbarie que supuso ese plan de apropiación de niños que ejecutó la dictadura, ocluyó la experiencia de sus madres, todas ellas desaparecidas. También la de aquellas mujeres que conservaron a sus hijos luego de haber transitado su embarazo en cautiverio, la de quienes perdieron sus embarazos como consecuencia de feroces sesiones de tortura o fueron sometidas a abortos forzosos, en algunos casos, luego de ser violadas por los propios represores”.

Lo que cuenta Soledad García, detenida en Córdoba, deja en claro que esas mujeres jamás dejaron de sentirse parte de un colecitvo. “Nunca pudieron lograr aislarnos, nunca. En ese sentido, yo creo que ésa ha sido la mayor resistencia. La comunicación entre nosotras y con el afuera. Y por otro lado, el hacer carne –pero profundamente– de que sola... no te salvás. Y fue así, eso fue lo genial de la cárcel”, dice la sobreviviente. Y si bien el libro hace una diferencia fundamental entre la cárcel –donde los lazos se conservaban con más facilidad– y los centros clandestinos de detención, siempre hubo un pequeño intersticio para reconocerse como compañeros. “Estas mujeres no sólo fueron víctimas. Los resquicios de resistencia que recuperan en sus relatos y las solidaridades que expresamente quieren reivindicar, son fundamentales para comprender cómo conviven con ese trauma procesando sus efectos pero sin paralizar sus vidas”, es una de las conclusiones del libro.

lunes, 16 de enero de 2012

Horror en el Hospital Posadas

Corre el mes de noviembre del año 1976. En el Hospital Posadas, ubicado en el barrio de Haedo, Jacobo Chester está hoy de guardia, cubre este puesto los viernes y los sábados por la noche. Su mujer, Marta Chester, también es empleada del hospital, ganó su cargo por concurso. Hace unos días han cambiado las autoridades, Jacobo y Marta continúan cumpliendo sus funciones.
Algunos meses atrás, un día de otoño, una enfermera del área de esterilización, Marta Elena Graif, recibe con sorpresa una notificación; no lo entiende, el telegrama informa que la pondrán en disponibilidad por problemas de subversión. Mientras acuesta a sus tres hijos, toma la decisión de aclarar su situación, no sabe de qué se trata, pero al día siguiente pide a un oficial que la investiguen. El oficial es nuevo en el hospital, probablemente ha comenzado a trabajar ahí a pedido del ejército luego de la intervención…-piensa Marta. “No es necesario, señora.”-. Marta, sin opciones, deja de asistir a su puesto de trabajo. Corre el mes de mayo del 76.
Zulema Chester tiene trece años; hoy, veintiséis de noviembre, se ha acostado temprano, falta poco para las vacaciones de verano. A Marta Graif algo la mantiene intranquila; hace unos meses, una compañera le habló de listas que han sido confeccionadas, “estás abajo, en lápiz…” –, la frase no desaparece de su cabeza.
Al doctor Nin lo han convocado a una reunión. Las nuevas autoridades del Hospital, según entiende, van a dar las nuevas directivas. Al doctor no le parece tan importante asistir, seguramente es una reunión de personal como cualquier otra -piensa-, además, hoy ya tiene  organizado otro plan con su familia.
Jacobo ve que hombres con borsegos y fajinas están subiendo a varios compañeros a carros de asalto. Jacobo regresa a su casa y se lo comenta a Marta. Al rato, decide volver al Hospital, la pequeña Zulema lo acompaña. Jacobo trata de  ponerse en contacto con las familias de los que se llevaron… Al otro día, Zulema ya no piensa en las vacaciones; a su corta edad, no tiene la certeza de que su papá vuelva hoy de trabajar.
El doctor Hugo Nin es jefe del servicio de anestesiología y reanimación desde el año 72, hoy no ha ido al hospital, es domingo y, como sabemos, tiene una reunión familiar al mediodía. En el auto cargó las bicicletas de sus hijos. Decide, al regresar, pasar un momento por la guardia, quiere ver que tal andan las cosas… Unos tanques atraviesan la explanada de entrada. Ayer no estaban. El doctor Nin mira a su mujer, los niños duermen en el asiento de atrás cansados de jugar. Lo invade una extraña sensación, el operativo parece importante.
Marta Graif y su familia ya terminaron de cenar, el día ha sido largo. Marta acuesta a su hijo menor en la cuna, los otros dos niños se quedaron dormidos hace un rato. Marta está afiliada al gremio ATE, participa en una comisión de la guardería del Hospital. Cuando se decide hacer paro, los servicios quedan cubiertos, así lo determinaron en las asambleas a las que Marta, a veces, asiste.
Al Dr. Nin un oficial le pide que se identifique y le dice que espere. Ve por su espejo retrovisor que otro oficial se acerca a su auto con tres soldados armados; ya están más cerca, el doctor Nin distingue los fusiles. Son las siete de la tarde. El mes de marzo del año 76 está llegando a su fin.
Ayer, veinticinco de noviembre del 76, la enfermera Gladys Cuervo fue secuestrada. En una casa de la calle Gaona al 1900, Jacobo y Marta  están inquietos, conocen a Gladys. Zulema se despierta de golpe, los ruidos en la puerta y las voces fuertes la sacan de sus sueños. Camina hasta la puerta de su habitación. “-¡¿Dónde están las armas?!” Zulema, descalza,  mira sin entender…
El doctor Nin piensa que en el servicio de anestesiología las cosas marchan bien, está contento, después de tres años de funcionamiento de la sala de recuperación, la mortandad post anestésica  llegó a cero.
Marta Graif abre la puerta, varios hombres vestidos de civil o con fajina, y otros con la cara tapada, entran a su sala de estar sin identificarse. Los niños duermen, ya han pasado las once. Le tapan los ojos, la sacan de su casa y la suben a un auto civil. Después de unos minutos, el auto arranca, dos la acompañan. Marta está aterrada; al rato, escucha que el motor se detiene, el silencio le parece asfixiante.
Zulema, con los pies fríos sobre la baldosa, escucha una voz conocida…Nicastro se llama –piensa. Siempre circula en un jeep cerca del hospital. La niña tiene buena memoria.
El doctor Nin está en un cuarto de limpieza del hospital que hace tiempo permanece inutilizado. No le explicaron nada, lo cachearon y le informaron que estaba detenido. Uno, que al doctor Nin le parece que es el oficial al mando de los cabos, ha dicho: “Este individuo es de máxima peligrosidad; si se mueve, disparen.” El doctor Nin da vueltas y vueltas en el cuartito.
Marta Graif mira hacia el suelo, a pesar de las vendas ve lo pies, los cuenta. -Son quince en total -piensa- …hace una hora eran diez-. A Marta Graif le duele todo el cuerpo, ya le preguntaron varias veces por los subversivos del hospital, no sabe de qué le hablan. La golpearon por cada vez que no contestó, es decir, por cada una de las veces que le preguntaron. Ahora está sola  -¿Qué querrá decir erpiana?- Marta Graif  escuchó varias veces esa palabra el día de hoy. Le duelen las manos, el que trabaja de seguridad en el hospital se las ató con fuerza. Marta le conoce bien la voz, lo saluda cada mañana, está siempre en la puerta y se llama Argentino Ríos.

Las horas pasaron, ya son las diez de la noche del veintiocho de marzo y el doctor Nin sigue en el cuartito de limpieza. El jefe de mantenimiento del hospital se acerca y el doctor Nin cree necesario decirle que no sabe nada, que no ha visto nada y que no sabe por qué está ahí. No obtiene respuestas. El doctor Nin recuerda rumores - la triple A, la triple A…- El doctor Nin decide hacer silencio y contar los azulejos del cuartito, veinte, veintiuno, veintidós…
Zulema y su madre tienen los ojos vendados. Mientras revuelven la biblioteca, Zulema piensa en la mano del que pregunta constantemente por los panfletos que tiran los monto en la calle. Nunca había visto, a su corta edad, una mano sin anular. Zulema tiene miedo, las golpearon más de una vez. Ya se van a ir, ya se van a ir, ya se van a ir…  Zulema intenta desatarse, le vuelven constantemente dos cosas a la cabeza. Las armas y los panfletos… las armas y los panfletos… “A tu papá, lo podés ir a buscar a los zanjones.”
La familia del doctor Nin aún no pudo volver a casa. En este momento, están desarmando su auto. Ya llevan casi dos horas en la explanada de entrada. Uno de los niños se despertó. Está preocupado por su bicicleta.

¡Somos Dios, disponemos de tu vida y de tu muerte! Marta Graif está aterrada, le hablaron de su familia y los últimos que entraron le dijeron que la iban a terminar poniendo con los cadáveres de la planta baja. Con sus pequeñas manos, una mujer con los ojos vendados, llamada Jacqueline Romano, se tapa los oídos, hoy escuchó gritos aterradores durante toda la tarde.
Son las ocho y media de la mañana, hay sol y el doctor Nin está saliendo del cuartito que lo albergó toda la noche. Tiene hambre. La luz le molesta, entorna los ojos al caminar, unos cabos lo están sacando al patio del hospital. El doctor Nin ve a las fuerzas militares y de la policía y distingue a varios compañeros puestos en fila. Al doctor Nin ya no le molesta el sol, mira para arriba y ve, en las ventanas, que el personal del hospital está asomado, ahora se los llevan hacia adentro y cierran las cortinas. –Ahí está mi hermana- piensa.
Zulema está con su mamá en la comisaría, después de algunas horas un cabo les informó que no les iban a tomar la denuncia. Deciden ir al hospital, Zulema cree que, quizás, alguien pueda decirle algo sobre su padre. Nada. Nada de nada. Una noticia corre de boca en boca; la misma noche, el mismo grupo parapolicial secuestró a Teresa Cuello.

El marido de Marta Graif está sentado en la comisaría, dejó los niños con sus padres. Espera que lo atiendan mientras se abanica con un papel arrugado y vuelto a alisar, hace un rato no le quisieron tomar la denuncia. Verá si ahora tiene más suerte, piensa en Marta.
Zulema vuelve al hospital y se cruza con el hombre sin anular, su nombre es Raúl Tévez, le pregunta por su padre. Nada, otra vez nada, siempre nada, nada de nada…
Un camión celular se detiene en la calle Moreno esquina Belgrano. El doctor Nin baja escoltado y camina junto a los compañeros del hospital hasta el tercer piso. Entran a una celda con rejas y vidrios esmerilados custodiada por oficiales de la policía. Ve que hay más gente, a muchos los ha visto antes, trabajan en el Posadas, otros son desconocidos para el doctor Nin. Recorre la celda con la mirada, también esta Ana…-piensa.
Marta Graif no sabe qué hora es; debe ser la tarde… – calcula. Escucha que abren la puerta, el que ha entrado le dice que ha llegado el jefe y que ya no le van a hacer más nada. Marta piensa que el que le habla es bueno, “…si una lo compara con los demás, claro.” Le desata las manos y se va, a su lado ha apoyado un plato de comida.
En la casa de Zulema no hay casi nada, ollas libros, dinero, ropa…se llevaron casi todo, todo lo imaginable. A su padre lo han dejado cesante, solo reciben, ahora,  el sueldo de Marta Chester.
Pasaron tres días desde que el doctor Nin entró a la amplia celda de vidrios esmerilados. La vida en la celda ya está organizada, turnan las pocas camas para dormir. En ocho metros por diez, el doctor Nin ya conoce a casi todos.  Le dio sus señas a uno que no es del Posadas, quizás salga y pueda avisar…- piensa el doctor. Empiezan a llamarlos de a uno, se los llevan encapuchados. El primero que vuelve, un colega del hospital, trae tranquilidad, lo interrogaron, pero -No pasa nada… no pasa nada…-  repite.
Marta Graif  intenta comer en la celda. Un  ruido fuerte de golpes en la escalera de madera la saca de sus pensamientos. Entran de golpe, Marta escucha las voces sobresaltada; no llega a entender muy bien, pero parece que han encontrado a alguien. Intentan sacarle la venda, Marta se niega, no quiere verlos, piensa que si los ve, ya no volverá a ver a nadie más.
Con una venda en los ojos, el doctor Nin sale de la celda, llegó su turno. En la sala parece haber cinco o seis, el doctor Nin cuenta las voces, uno lleva adelante el interrogatorio, otro acota, otro susurra. El de los susurros tiene que ser del hospital –piensa Nin- …las peguntas lo demuestran.

A Marta Graif le quitan la venda. El capitán Torres, jefe de la aeronáutica, está junto a otro hombre vestido de fajina. Marta Graif lo mira, es alto, rubio, tiene ojos claros y es buen mozo. Parece un actor de cine… -piensa. Marta tiene miedo, al menos, ve que está con ella una compañera del hospital que es vecina suya, se llama Marta Ester Cortés.
La esposa del doctor Nin no sabe a quién más acudir, el habeas corpus no funcionó, hoy fue a cinco comisarías. La señora Nin está en contacto con los familiares de los compañeros de su marido que también se han llevado en los camiones. Cuando se acercó al edificio de la calle Moreno esquina Belgrano le negaron que su marido estuviese allí.
La madre de Zulema sigue trabajando en el hospital. Ayer vio que el armario donde su marido guarda algunas cosas de uso diario está roto y no están sus pertenencias. Ya no ve al viejo portero. El personal militar ahora cuida las puertas. Tiene miedo, no se separa casi nunca de su hija. Hoy fueron juntas al hospital e intentaron hablar con el Coronel Estévez, su mediador se llama Ricci y es jefe de mantenimiento, a Zulema no le gusta. Nunca les dice nada sobre su papá.
Ya ha pasado media hora, el doctor Nin no tiene nombre de guerra, no puede responder a esa pregunta. Los panfletos y el lugar de impresión es un tema que el doctor Nin desconoce. Tampoco entiende por qué le preguntan intimidades de un colega que tiene una relación con una enfermera. Cuando lo devolvieron a la celda, el doctor Nin se acercó a un grupo que rodeaba, en silencio, a un compañero; su cara tenía marcas que antes no estaban.
Hay una zona en el hospital a la que Zulema y Marta Chester no logran nunca acceder. Siempre hay gente clausurando el paso. A Zulema le parece extraño.
El bueno abre las persianas. Marta Graif ve que está en el hospital, pero no logra reconocer en qué parte. Enseguida la bajan junto a su vecina. Camino hacia el dodge 1500 verde, ven a los militares apostados. Se prende el motor, el que maneja lleva un fusil. ¿Dónde nos llevan…?
Zulema conoce a Nicastro y a Tévez. Su madre alguna vez leyó las notas del hospital en  las que  dice que ambos cuidan el orden interno. Zulema cree, a su corta edad, que “cuidar el orden interno” es lo que les permite entrar y salir de donde quieren y circular con su jeep acompañados de sus armas. “De donde quieren” significa, también, de quirófanos y terapias.
El doctor Nin cree que ya pasaron seis o siete días. Transcurren los primeros días de abril. Durante las últimas horas han liberado a varios compañeros de a pequeños grupos. Por fin, llaman al doctor Nin; le dicen que debe firmar el libro de actas. Al salir, ve a su familia que lo espera en la puerta. El doctor Nin siente, de repente, que una puntada le oprime el pecho.
Ya hicieron infinidad de diligencias judiciales, en la base aeronáutica del Palomar tampoco, hoy, obtuvieron resultados. Marta Chester y Zulema están regresando a su casa. No tienen ganas de cenar. Las luces de los arbolitos de navidad se encienden y se apagan en las ventanas.

El dodge 1500 estaciona en la puerta de la casa de los suegros de Marta Graif. Se ha detenido antes en la casa de Marta, pero ella no quiso quedarse, solo miró a su alrededor, la heladera y el piano estaban rotos, seguramente no pudieron cargarlos… Marta  se acuerda de la casa de su hermana Dora, pobre Dora. Ya han pasado veinte horas desde que la llevaron. La casa esta vacía y las cosas que quedaron, rotas.  Marta se baja, “la citarán pronto” –escucha al cerrar la puerta del dodge verde. Están por dar las nueve.
Abril trae nuevas novedades para el doctor Nin. Hoy fue al hospital y le informaron que tenía la entrada proscripta. Una joven se incorpora al servicio de voluntarias del hospital, quizás, de este modo, pueda averiguar algo y esté más cerca de encontrar a su papá.
Ya ha pasado un mes y medio de las noches en las que el doctor Nin durmió en la celda de vidrios esmerilados. Hace unos días recibió una extraña citación. El doctor Nin está despidiéndose de un tal Di Maio. Acaban de informarle que ha quedado cesante “por actividades subversivas y disolventes.” El doctor Nin tiene tres hijos y una joven mujer; hoy se ha quedado sin trabajo.
Zulema y Marta Chester están en la puerta de un juzgado de Capital, hace unos minutos les entregaron un papel. El dos de diciembre del 76, en la dársena D, la prefectura sacó el cuerpo de Jacobo del río de la Plata, no tiene huesos sanos. El certificado de defunción contiene varias palabras, pero hay dos que Zulema relee, asfixia y sumersión, asfixia y sumersión… Pidieron ver el cuerpo, pero se lo negaron. La respuesta fue corta: “No hay cuerpo.”
Marta Graif llegó hace un rato a la base aeronáutica del Palomar, así lo pedía el papel de la citación. El capitán Torres le dice que ese no es su verdadero nombre, sino su nombre de guerra, habla y habla de los libros y los documentos… al final agrega: “Son gente nuestra que se nos fue de las manos.” A la noche, Marta piensa en las palabras del capitán mientras mira el reloj, ya son cerca de las once… -comprueba. Abre la puerta y se va. Espera poder mudarse pronto, como lo hizo Marta Cortés. Desde mayo que no logra quedarse en su casa una vez que dan las once.
El día tres de marzo del 77, el doctor Nin llega al aeropuerto con su familia. Ya lo ha pensado, no quiere que sus hijos terminen “ni bobos, ni muertos.” Un avión despega con destino a Barcelona. En un asiento reclinado, el doctor Nin piensa en el doctor Salas, en Dora Agustín, en el doctor Campos, en Jacobo Chester, en Jorge Roitman, en la anestesista de la guardia Cristina Amuchastegui… El doctor Nin recuerda ahora, no sabe por qué, las palabras que le dijo jocosamente el director del hospital hace un tiempo; era un día de primavera del año 75, -…sos muy zurdo, vamos a tener que hacer algo con vos…” El doctor Nin reclina un poco más el asiento y piensa en esas palabras, nunca antes les había prestado tanta atención.

Juliana Navarro

miércoles, 11 de enero de 2012

¿Cuántas preguntas deben soportar?”

Por Marcos Weinstein *, Liliana Negro ** y Pablo Llonto ***

¿Cuántas veces debe ir a declarar un testigo-víctima sobre el mismo hecho? ¿Cuántas repreguntas sobre su dolor y su pasado debe soportar? ¿Cuántas semanas pueden pasar desde su última declaración hasta el cierre del juicio y la obtención de una sentencia? Si la respuesta es la palabra “infinitas”, estamos frente a la verdad de los juicios por delitos de lesa humanidad cometidos en la Argentina entre 1974 y 1983. Una triste comprobación cotidiana es observar a la burocracia judicial en la rutina de citar testigos de estas causas sin diferenciarlas de las otras. Sorprendió, por ejemplo, que las citaciones se realizaran por medio de los “notificadores policiales”, es decir, recurriendo a instituciones que habían participado en la represión. Así, muchos testigos debieron atender el llamado a sus puertas de alguien que les traía “una notificación del juzgado” y ver que, frente a su domicilio, había un vehículo con gente uniformada, con la misma actitud autoritaria habitual o, aun, que quizás había participado en la acción objeto de tal citación.

Cierto que nuestra legislación permite que las notificaciones las realice la policía, pero también prevé la posibilidad del uso de telegramas, cartas certificadas o formas habituales como los oficiales de Justicia. Muchos testigos fueron tratados de una manera que implicó violencia y menoscabo de derechos elementales.

El dispar tratamiento en el país dividió enseguida a los tribunales en sensibles e insensibles. Quizá podamos hablar de juzgados hostiles: son aquellos donde no se permite al testigo víctima, o al testigo familiar, que relate íntegramente lo que le ha sucedido. Bajo el latiguillo jurídico de “no forma parte del objeto procesal”, se ha impedido brindar el marco completo en que se dio el terrorismo de Estado en la Argentina y en particular en el caso que el testigo expone. ¿Cómo no va a importar lo que había ocurrido con un militante político o sindical seis o siete meses antes de su secuestro? Poner limitaciones a los testigos podrá ser una atribución de los jueces, pero no de otros como empleados judiciales o abogados de las partes.

Si algo demuestra que ha existido desconsideración para con los testigos es la ausencia de conexidad y de elaboración de un mapa de testigos, que los juzgados de instrucción y los tribunales orales debieron formular cuando se pusieron en marcha los juicios: era imprescindible que los jueces, encargados de recibir los testimonios de los sobrevivientes de los centros clandestinos, advirtieran que no se los podía citar para dar testimonio en más de un caso, o citarlos de nuevo “porque surgieron dudas”, o citarlos por tercera vez para hacer un reconocimiento de fotografías de los represores.

Ni que hablar de la necesidad de entender que, a 33 años de los hechos, existen recuerdos reprimidos y recuerdos recobrados, que obligan a la paciencia de quienes escuchan los testimonios. La posibilidad de realizar una sola y extensa audiencia para los llamados “testigos clave” también ha fracasado. Existen testigos que, por el hecho de haber estado detenidos en tres o cuatro centros clandestinos, debieron presentarse en cuatro causas para declarar lo mismo.

A todo ello debemos sumar que esas audiencias se realizan en los juzgados de instrucción y que, luego de uno o dos años, serán citados nuevamente por los miembros del Tribunal Oral Federal, encargado de dictar las sentencias de absolución o de condena, para que expongan públicamente todo cuanto saben.

El concepto de “testigos contenidos” recién se ha puesto en marcha en algunos juicios orales de Mar del Plata y San Martín: quienes debían brindar testimonio fueron contactados, semanas antes de su presentación, por funcionarios de los programas estatales Verdad y Justicia, o por los equipos de psicólogos del Programa de Protección de Testigos o de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación o de las secretarías provinciales. Pero han sido casos excepcionales.

No se habla de ofrecer protección. Como no hay ley o decreto que obligue a ello, los empleados judiciales no ponen en conocimiento de los testigos la existencia de programas de protección, que les pueden brindar cierto alivio. No estaría mal que, en el mismo documento que se le deja para notificarlo, figure una referencia a los programas mencionados. Si bien la mayoría de los testigos que hemos conocido se ha negado a la asistencia del sistema de protección de testigos –no les causa ninguna gracia verse custodiados por alguien que pertenece a una fuerza policial–, también es cierto que ha habido amenazas telefónicas, pintadas, hechos que muestran lo importante que sería para el testigo saber que el Estado, de una u otra manera, ha decidido ocuparse de su suerte.

El momento culminante es cuando los testigos, que ya habían declarado en la sede de un juzgado de instrucción, vuelven a ser llamados para el juicio oral. Las mujeres y los hombres dispuestos a declarar tendrán que saber esperar horas y horas en una sala especial, o un pasillo a la vista de todos los que por allí pasen, o hasta en hoteles a metros del tribunal, hasta el momento en que son llamados a testimoniar. Tendrán que soportar preguntas como “¿A qué organización política pertenecía usted?”, formuladas por los abogados de los encausados, en algunos tribunales dispuestos a admitir que se actúe curiosa o intrusivamente. En un tribunal oral federal, no se evidenció suficiente tacto y serenidad en las audiencias que trataban el delicado testimonio de la madre de un adolescente que, a las 14 años, había sido vejado por un grupo de tareas de la dictadura.

Colmados de expectativas, angustias, preocupaciones, prejuicios, fobias, creencias, nuestros testigos deambulan por los pasillos de los tribunales: para ellos esperamos del Estado, de los gobiernos y de los jueces, un trato digno.

* Médico psiquiatra.
** Psicóloga.
*** Abogado. Texto extractado de “El maltrato judicial”, capítulo de Repetición, duelo y resignificación, trabajo realizado en el Centro de Salud Mental Nº 1.

martes, 10 de enero de 2012

La fuerza del relato

Amelia Báez, militante de derechos humanos, misionera, querellante en representación del estado de su provincia en causas contra represores y orgullosa vocera de Misiones, historia con nombres propios, tres tomos que le ponen voz a lo que ocurrió durante la última dictadura en aquel pequeño brazo que en el mapa marca el extremo norte del país.

 Por Sonia Tessa

Amelia Rosa Báez irrumpió en una reunión de periodistas interesados en los juicios por delitos de lesa humanidad y su relato hizo llorar a todos los presentes, personas acostumbradas a escuchar testimonios desgarradores. Parada al lado de una columna, la mujer de 54 años habló con su inconfundible acento y contó con dulzura su experiencia. Recién llegada desde Misiones, donde es subsecretaria de Derechos Humanos, se decidió a tomar la palabra en esa sala a la que llegó de casualidad. Lo que ella quiso contar es que en su provincia –por su impulso– se publicaron tres tomos del libro Misiones, historia con nombres propios, al que califica como un Nunca Más local. Son relatos que recopilan experiencias de represión, militancia y resistencia en una zona donde las ligas agrarias fueron fuertes, pero también hubo militancia urbana. Está orgullosa de ser querellante en representación del estado provincial –es trabajadora social y la asiste un abogado, pero ella misma se sienta en las audiencias– en los tres procesos orales y públicos que se desarrollaron contra represores, y en los dos que esperan ver concretados pronto. Uno de ellos, contra Carlos Herrero y otros cuatro acusados, tiene fecha para marzo, con 48 testigos. Amelia repite una y otra vez que mucho antes que funcionaria se considera militante.

Tenía sólo 15 años cuando se integró a la UES. A los 18, en septiembre de 1976, estuvo tres días secuestrada en Informa-ciones, el centro clandestino de detención que funcionaba en la parte trasera de la Jefatura de Policía de su provincia. Cuando salió, la tuvieron de rehén durante 45 días para propiciar la caída de su marido de entonces, y una vez que dejó de estar vigilada, recorrió todas las comisarías, cárceles y juzgados para visitar a los presos políticos que –ante todo– eran sus compañeros. Por eso, las madres de desaparecidos y detenidos le pidieron que presidiera Familiares, la organización que articuló la resistencia a la dictadura militar en Misiones. Al principio, eran muy pocas las que –además de recorrer el país para visitar a sus familiares– se atrevían a salir a la calle. El Monumento a la Libertad de la Plaza 9 de Julio, frente a la gobernación. Fue el sitio donde las Madres (“mis queridas viejas”, les dice ella) y los organismos de derechos humanos manifestaban sus reclamos de libertad a los presos políticos y aparición con vida de los desaparecidos.

“En septiembre de 1976 empezaron a caer nuestros compañeros de la UES, empezamos a saber de las torturas aberrantes a las que eran sometidos, se filtraban”, relata y cuenta que después de un allanamiento en su casa, su padre decidió que se entregara. “Hoy, a 35 años, vos decís ¿se fue a presentar? Pero yo ya no tenía más red de contención, cayeron todos mis compañeros. Nosotros no habíamos hablado de qué pasaba si todos caían y yo quedaba sola como ocurrió. Y mi padre era mi única...”, sigue su relato, hasta que la emoción le atraganta las palabras. Su madre era docente y enfermera universitaria de la Cruz Roja. Era la que ponía las inyecciones gratis a todos los vecinos. El padre de Amelia, José Ramón, trabajaba en Obras Sanitarias, era un peronista “fanático” que había conocido la dignidad cuando Perón estableció el estatuto del peón, y él –estibador del puerto de Buenos Aires– dejó de trabajar de sol a sol para saber que tenía derechos laborales.

El relato de Amelia se detiene en aquellos días que fueron bisagra en su vida, aunque no serían los únicos intensos. Tres días estuvo secuestrada. “Antes decía que a mí no me hicieron nada, naturalizando la violencia, porque en el lugar que torturaron, abusaron, violaron a mis compañeras mil veces, no iba a decir que a mí me pasó algo porque yo estuve esposada y adelgacé ocho kilos en tres días, con temor a las violaciones. Al cuarto día me avisaron que salía en libertad”, describe Amelia su paso por un centro clandestino de detención.

Y siguieron los 45 días como rehén, con la policía en la puerta esperando para “cazar” a su marido. De entonces rescata una situación sorprendente. “Vieras la cara de terror con la que me miraban los policías de la provincia al principio, hasta que empezaron a relajarse y ellos mismos nos decían que si venía mi marido tenían la orden de pegarle un tiro en la cabeza, y que tenían temor. No querían hacer eso porque después el alma del ánima no los iba a dejar en paz, para que veas el nivel de comprensión tan sencilla, la creencia popular...”, ejemplifica.

La mujer no duda en definirse: “Siento que hice lo que tuve que hacer en cada lugar que la vida me fue llevando, a partir de mis elecciones, porque yo elegí ser militante”.

Esa elección fundamentó la segunda etapa de su militancia, y seguía siendo casi una niña. Cuando se enteró de la detención de su marido, que estuvo más de dos meses en calidad de desaparecido, Amelia comenzó a recorrer comisarías y juzgados, donde presentaba hábeas corpus que jamás eran respondidos. Empezó a conocer a otras en su situación, mujeres de 45 o 50 años que buscaban a sus hijos. En la Navidad de 1976 blanquearon a presos políticos, entre ellos su marido, que fueron alojados en la cárcel federal de Candelaria, a 20 kilómetros de Posadas, la capital provincial. Todas viajaban en el ómnibus y allí empezaron a organizarse. Un día, dos Madres –Clara Ríos de Zaremba y María Brites de Giménez (ya fallecidas)– llegaron a su casa para decirle que querían elegirla presidenta de la Comisión de Familiares, que hacía falta organizarse.

Hoy, Amelia está orgullosa de su trabajo. “Nadie podrá decir que me vi crecer las uñas desde la función pública”, advierte como metáfora de su entrega. No se anima a concluir un número de víctimas del terrorismo de estado en Misiones. “Es una lista abierta porque hasta en este último libro por primera vez se acercaron personas a contar su historia. Historias impensadas hasta para los militantes de entonces que desconocíamos lo que estaba pasando en la otra punta de la provincia”, dice ahora.

Orgullosa también de dejar un legado de memoria para su tierra, le pone números: “Misiones, historia con nombres propios hasta ahora, tiene tres tomos. El primero es de 387 hojas, el segundo de 380 y el último de 600”, detalla. El día que lo presentó en la Casa de Gobierno, Amelia recordó a sus compañeros con nombre y apellido. El sentido de su trabajo es mantener viva la memoria.