Claudio Tamburrini, filósofo, ex detenido-desaparecido duranta la dictadura militar.
Su escape de la Mansión Seré en 1978 fue relatado en la película Crónica de una fuga. Claudio Tamburrini aporta propuestas polémicas, como reducir penas a los represores que brinden información. Trabaja en el sistema judicial sueco y desde ese lugar desmitifica algunos tópicos sobre las sociedades escandinavas: dice que existe sobre ellas una percepción ralentizada.
Por Gustavo Veiga
–Usted se exilió en Suecia en 1979. ¿Cómo funcionan hoy los derechos humanos en su país adoptivo comparados con aquella época?
–El concepto es siempre el mismo. Está definido en términos universales. Cada sociedad, dependiendo de su historia, de su realidad política, económica y social, les da prioridad a ciertos aspectos de los derechos humanos y a otros no. En Suecia, un Estado de Bienestar desarrollado donde las cosas más o menos funcionan, con sus falencias, con sus problemas (sobre todo de legislación), la prioridad de los derechos económicos, civiles y políticos ya no es una cuestión de la agenda diaria. Me da la sensación de que en sociedades como la sueca, el énfasis hoy está puesto en acabar con prácticas discriminatorias. Primeramente, se hizo hace 20, 25 años gracias al movimiento feminista. Es decir, se puso énfasis en un primer fenómeno discriminatorio que no era percibido por la sociedad hace 30, 40, 50 años quizá. Y hoy se hace con las minorías, o sea, con los homosexuales, con los inmigrantes, que son los que están llegando últimos a ese proceso de aplicación de los derechos humanos. Es como un círculo que se va ampliando.
–¿Es algo semejante al concepto de ampliación de la ciudadanía?
–No todos los que se benefician con los derechos humanos son ciudadanos. Yo no soy ciudadano sueco y gozo de los derechos humanos de los que goza un ciudadano sueco. Se trata de la ampliación del concepto de aplicación de los derechos humanos.
–¿Como capas geológicas de derechos que se van acumulando a través de las diferentes épocas?
–Según la concepción universalista, como mencioné antes, esa ampliación de las capas geológicas, como dice usted, ya está incluida en el concepto universal de los derechos humanos. Creo que el concepto de derechos humanos se fue modificando con el paso del tiempo. Aunque sean exclusivamente políticos, hoy son económicos también, se amplían a lo discriminatorio, a los derechos humanos en términos ecológicos. No es que estuvieran incluidos inicialmente en el concepto histórico, universal y primario de los derechos humanos. Se fue modificando el concepto como toda praxis.
–¿Cuál es la reacción del ciudadano sueco promedio cuando analiza la situación de países adonde no llega el Estado de Bienestar, cuando lo obvio allí no lo es tanto en otros lugares?
–Son conscientes de la realidad en la que viven ellos y de la que se vive en otros países. No es que se sorprendan. Ni tampoco que se consuelen. Tampoco interpretan esa realidad de los derechos humanos más deficientes en otros países como excusa para no seguir exigiendo esa ampliación del círculo que mencionábamos. Son dos cosas distintas. No es que digan: “Bueno, en otro lado están peor, entonces dejemos de pedir...”
–¿Cómo es la situación en Suecia de los desposeídos, sean inmigrantes, pobres o indigentes?
–La segunda y la tercera generación de inmigrantes, pero sobre todo la segunda, sufren todavía problemas... Y la primera por supuesto también. Los mayores tienen dificultades para aprender el idioma, para insertarse en el mercado laboral. Hay ghettos geográficos en las grandes ciudades como Estocolmo, Malmö y Gotemburgo. También barrios estigmatizados, ghettos étnicos, donde el índice de desocupación triplica o cuadruplica al de la media sueca, que debe estar en el 8 por ciento. O sea un 24 o 32 por ciento de desocupación, sobre todo entre los jóvenes. Esa es un área en la cual la aplicación de los derechos humanos todavía está en deuda. Es como si fuera una rémora del pasado dentro de la sociedad sueca.
–¿Cuál es el perfil del asilado actual en Suecia, que puede inferirse es diferente al del exiliado latinoamericano de los años 70?
–El exiliado es categóricamente de otros países. De Latinoamérica debe haber, estimo yo, el 4 o el 5 por ciento de todo el caudal. De ese ciento por ciento que llega, se le concede asilo político al 5 por ciento, más o menos. Se ha condicionado mucho el derecho al asilo. Las teorías sobre el porqué son varias. Una habla de la influencia en Europa de partidos nacionalistas, neofascistas, que tienen un discurso xenófobo y que es enfrentado por el establishment político. Pero los partidos tradicionalmente establecidos incorporan ese discurso y lo transforman en práctica para no perder votos. Esto se manifiesta en situaciones de crisis, sobre todo, como en Europa ahora. Esa es una teoría de por qué la política sueca del asilo es mucho más dura y restringida que hace treinta años.
–¿Cuáles serían las otras teorías?
–Tengo una basada en elementos impresionistas porque trabajo en el sistema judicial sueco. Aparte de la vida que llevo como filósofo, me desempeño como traductor. Veo cómo trabaja la policía en los tribunales con la inmigración, soy intérprete externo. Es decir, a mí me llaman. Hace mucho que trabajo en eso: veinticinco años. Y mi impresión es que el carácter del asilado político ha cambiado. Hoy es más un refugiado económico al que se le niega el asilo político. Debe sufrir componentes de persecución política. Y no es suficiente con eso; son tres condiciones que debe cumplir: que haya sido perseguido políticamente, que lo denunciara ante las autoridades de su propio país, y lo tercero, que no le hubieran querido dar protección. En mi época, cuando yo me refugié, no era así. Si venía de una dictadura y aducía que me habían perseguido políticamente, era más o menos un trámite formal que debía hacer.
–La colectividad argentina del exilio, por decirlo de algún modo, ¿tiene respetable o escasa representatividad?
–Argentinos hay muy pocos. No encuentro a casi ninguno en el sistema judicial sueco y cuando pasa, debe ser una vez cada tres o cuatro años. Sí me encuentro con argentinos ubicados en posiciones no claves, aunque con un cierto nivel académico; profesionales trabajando en ciertas instancias políticas. Yo voy a las recepciones en la embajada y hay muy pocos argentinos; digamos, decenas, no cientos. Son impresiones nada más. No tengo datos. En mi trabajo percibo una sobrerrepresentación de chilenos, que se han quedado masivamente.
–¿Desde el golpe del ’73?
–Claro. Veo que también es igual con los bolivianos y peruanos que han llegado en los últimos quince años. Y hay muchos cubanos también, que han llegado hasta que los países europeos entendieron que había que cortar el ingreso de cubanos, como ocurrió en el ’95.
–¿Cómo es la asimilación del recién llegado a un país como Suecia?
–Un problema que se discute mucho es la integración de los inmigrantes. Hay quien dice que no se puede pretender asimilarlos. Una cosa es asimilación y otra cosa es integración. Asimilación sería que pase a ser como un sueco más. Integración, que conserve sus características propias, sus rasgos culturales y que se integre. El inmigrante es tanto el que viene de Washington como de una tribu africana. Y por supuesto, esos dos inmigrantes que están metidos en la misma bolsa con el término “inmigrante”, van a tener dificultades muy diferentes para integrarse a la sociedad sueca y para ser aceptados. El latinoamericano quedaría un poquito en el medio. Porque aquéllos son, más o menos, los extremos.
–Cuando regresa a la Argentina, todos los años, porque usted viaja todos los años, ¿comprueba que la gente sigue percibiendo al Estado de Bienestar sueco y de las sociedades escandinavas en general como un ejemplo a seguir? ¿O sólo permanece esa idea como un mito?
–No sólo los argentinos, todos los pueblos en general tienen una percepción ralentizada. Se tarda décadas en cambiar el prejuicio. Como decíamos antes, Suecia tenía una política generosa y amplia. No la tiene ya hoy; la tuvo en los ’70. Y la gente sigue creyendo que la tiene hoy. Lo mismo ocurre con el Estado de Bienestar. Hay muchos Estados de Bienestar más desarrollados que el sueco, como el de Alemania. Pero existe siempre la imagen o el prejuicio de que Suecia, por ser uno de los países escandinavos, es así. Si estuviera a la vanguardia de, no sé... una liga mundial, se ubicaría entre los quince o veinte primeros, pero no entre los cinco primeros.
–¿Y cómo está Suecia con respecto a los demás países escandinavos, Dinamarca, Noruega y Finlandia?
–Creo que están todos inmersos en la ampliación de ese círculo. Son procesos históricos, sociales, que se van gestando. Me parece notar, es una impresión, que en Dinamarca hay un poquito más de trabas en cuanto al reconocimiento de ciertos derechos del inmigrante. Por ejemplo, no es automático que casándose con un ciudadano danés se consiga el permiso de residencia. Hace años que se adoptó esa ley, en ocasión de que uno de estos partidos xenófobos, ultranacionalistas, el Partido Popular, accedió al poder compartiéndolo con un partido liberal.
–Aquí existe la idea de que Europa, y sobre todo España, a la que nos unen lazos históricos que superan los cinco siglos, ha endurecido su política de inmigración, con un tratamiento en muchas ocasiones vejatorio para el viajero, más allá de que llegue en condición de turista o inmigrante.
–En Suecia, a quien no tiene permiso para la residencia, se lo pone “en custodia”, así se llama. No está detenido, aunque se lo ubica en un centro de custodia. No sé en España. Se le busca un pasaje de regreso y lo mandan de vuelta lo más rápido posible para no tener costo. Eso no tiene nada que ver con una política xenófoba, desde mi punto de vista. Se ha hecho siempre. Yo lo veo trabajando en el sistema jurídico sueco desde hace veinticinco años.
–La cuestión de fondo es cuando se equipara a la inmigración ilegal con un delito castigado con la cárcel, como sucede en varios países donde se han votado leyes más duras. Por ejemplo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea decidió que una norma italiana, que introdujo en 2009 el delito de inmigración ilegal, contradice al derecho comunitario.
–Es que la inmigración ilegal es un delito. Es un delito menor, pero es un delito. En Suecia hay una norma según la cual para estar en el país más de tres meses, se debe obtener el permiso de residencia. Si no se consigue, se aplica la ley de inmigración, la Ley Extranjera, se llama allá. La cuestión de cómo tratan al que viola la ley de esa forma, es la cuestión que se plantea. Lo que Berlusconi hacía en Italia lo hacía en Italia. Yo conozco a los centros de detención suecos. Me consta que están muy pocos días, tres días, una semana, no más de diez. Me consta, también, que se discutió que ante el hacinamiento de los centros de detención o de los centros de custodia, a veces tienen que poner a ciertos inmigrantes ilegales en cárceles, como prisión preventiva. Y eso es una violación de la reglamentación europea, una violación a los derechos humanos. En eso sí estamos de acuerdo. Pero la diferencia conceptual que yo hago es que ser inmigrante ilegal es un delito.
–Un graffiti porteño dice que “ningún ser humano es ilegal”. ¿Cómo se empiezan a pensar soluciones más humanas a un problema indetenible, al que sólo se le oponen muros y leyes cada vez más duras?
–En Suecia la inmigración está abierta. El derecho al asilo está abierto. Hace tres o cuatro años que se abrió la inmigración por trabajo. El gobierno conservador la abrió. Yo percibo una contradicción en decir que nadie es ilegal. Según la legislación vigente, eso no es correcto. La consigna “Nadie es ilegal” es de izquierda, a un nivel casi anarquista, que me es muy simpático. Si nadie es ilegal, por lo que hay que trabajar es por la esfumación modificante de las fronteras, que las fronteras se diluyan, ¿no? Por el gobierno universal, el gobierno global, el mundo sin fronteras.
–¿Cuál es la posición de la izquierda europea sobre este tema?
–Ahora, curiosamente, la izquierda europea está en contra de ese proceso. Está en contra de la UE. Y es cierto, porque la Unión Europea es un proyecto de derecha, un proyecto burgués como se decía en otra época, por decirlo de alguna manera, pero, de todas formas, es lo que hay, hay que transformarla. Pero no se puede plantear que nadie es ilegal, sin meterse en los procesos de eliminación de las fronteras. La izquierda europea tiene que incidir. Si queremos abrir las fronteras, trabajemos en función de eso.
–¿Todavía se hace sentir la discriminación interna en las naciones del norte de Europa hacia los inmigrantes que llegan desde el sur o los países del Este?
–Yo no sé si existe puntualmente. No sé si un italiano hoy sigue siendo visto y recibido de la misma forma en Suiza o en Alemania como lo era hace cuarenta años. Pero la crisis europea renueva la división entre el norte y el sur. Las leyes europeas se plantean en términos de que el norte trabaja y paga y el sur administra mal y derrocha. Que sea cierto o no escapa a mi conocimiento porque es más una cuestión de política económica nacional. Hay una tendencia en el discurso general, incluso en el periodismo, a plantear la cuestión en términos de la deuda de Grecia y los países mediterráneos. Eso acentúa el viejo prejuicio que usted está señalando, del inmigrante del sur que viene al norte de Europa y es recibido de una forma discriminatoria. Otra vez hay reacciones en función de percepciones históricas de décadas atrás. Es un fenómeno llamativo. Hay un dinamismo tremendo en la economía, en la globalización de los medios de comunicación y en las tendencias del capital, pero la cabeza humana funciona y se acomoda cuarenta, cincuenta años después.
–¿Cómo encuentra a la Argentina en cada uno de los viajes que hace?
–Hay algunos aspectos que son positivos. En el plano de los derechos humanos, por ejemplo, Argentina tiene una actuación destacada en cuanto a la persecución de los crímenes de lesa humanidad iniciada en el ’85 y ya completada, que había sido truncada por decisiones políticas con posterioridad a ese año y que ha sido continuada y profundizada por las dos últimas administraciones. Pero, lamentablemente, se han quedado solamente en la aplicación de las políticas punitivas y no en el esclarecimiento. Se confió en la pena para poder esclarecer el destino de los desaparecidos y con la pena se consigue castigar, se consigue disuadir a delincuentes futuros, pero no se consigue esclarecer. Cuando uno amenaza con una pena dura o impone una pena dura a alguien, lo que provoca es el silencio del castigado.
–¿Y qué habría hecho?
–Si un represor contaba todo y lo que contaba era útil, no lo condenaba o le rebajaba la pena. Pero si contaba pavadas que no servían, no se la rebajaba la condena. De esa forma quizás hubiera podido encontrar a los desaparecidos y seguir castigando a los cómplices civiles. A ellos todavía no llegó la Justicia. ¿Por qué? Porque se aplicó una política meramente punitiva que provoca el silencio del imputado.
–Usted viene sosteniendo esta idea hace tiempo. ¿Predicó en el desierto?
–Sí. El tren ya pasó. Los represores se están muriendo. No sabremos nunca quiénes fueron los responsables civiles, no sabremos nunca qué pasó con los desaparecidos. En algún caso aislado se podrá esclarecer el destino final por un hecho fortuito de los investigadores y se conseguirá encontrar algún que otro nieto desaparecido más, pero los 400 que faltan, no. Se recuperará una cantidad menor, lamentablemente. Pasó el tren y lo hemos perdido por enfocarnos exclusivamente en esta posición punitiva. Es decir, hubo como un amague, un primer paso positivo sin imaginación política para profundizar el proceso. Esa es la impresión que yo tengo.
Su escape de la Mansión Seré en 1978 fue relatado en la película Crónica de una fuga. Claudio Tamburrini aporta propuestas polémicas, como reducir penas a los represores que brinden información. Trabaja en el sistema judicial sueco y desde ese lugar desmitifica algunos tópicos sobre las sociedades escandinavas: dice que existe sobre ellas una percepción ralentizada.
Por Gustavo Veiga
–Usted se exilió en Suecia en 1979. ¿Cómo funcionan hoy los derechos humanos en su país adoptivo comparados con aquella época?
–El concepto es siempre el mismo. Está definido en términos universales. Cada sociedad, dependiendo de su historia, de su realidad política, económica y social, les da prioridad a ciertos aspectos de los derechos humanos y a otros no. En Suecia, un Estado de Bienestar desarrollado donde las cosas más o menos funcionan, con sus falencias, con sus problemas (sobre todo de legislación), la prioridad de los derechos económicos, civiles y políticos ya no es una cuestión de la agenda diaria. Me da la sensación de que en sociedades como la sueca, el énfasis hoy está puesto en acabar con prácticas discriminatorias. Primeramente, se hizo hace 20, 25 años gracias al movimiento feminista. Es decir, se puso énfasis en un primer fenómeno discriminatorio que no era percibido por la sociedad hace 30, 40, 50 años quizá. Y hoy se hace con las minorías, o sea, con los homosexuales, con los inmigrantes, que son los que están llegando últimos a ese proceso de aplicación de los derechos humanos. Es como un círculo que se va ampliando.
–¿Es algo semejante al concepto de ampliación de la ciudadanía?
–No todos los que se benefician con los derechos humanos son ciudadanos. Yo no soy ciudadano sueco y gozo de los derechos humanos de los que goza un ciudadano sueco. Se trata de la ampliación del concepto de aplicación de los derechos humanos.
–¿Como capas geológicas de derechos que se van acumulando a través de las diferentes épocas?
–Según la concepción universalista, como mencioné antes, esa ampliación de las capas geológicas, como dice usted, ya está incluida en el concepto universal de los derechos humanos. Creo que el concepto de derechos humanos se fue modificando con el paso del tiempo. Aunque sean exclusivamente políticos, hoy son económicos también, se amplían a lo discriminatorio, a los derechos humanos en términos ecológicos. No es que estuvieran incluidos inicialmente en el concepto histórico, universal y primario de los derechos humanos. Se fue modificando el concepto como toda praxis.
–¿Cuál es la reacción del ciudadano sueco promedio cuando analiza la situación de países adonde no llega el Estado de Bienestar, cuando lo obvio allí no lo es tanto en otros lugares?
–Son conscientes de la realidad en la que viven ellos y de la que se vive en otros países. No es que se sorprendan. Ni tampoco que se consuelen. Tampoco interpretan esa realidad de los derechos humanos más deficientes en otros países como excusa para no seguir exigiendo esa ampliación del círculo que mencionábamos. Son dos cosas distintas. No es que digan: “Bueno, en otro lado están peor, entonces dejemos de pedir...”
–¿Cómo es la situación en Suecia de los desposeídos, sean inmigrantes, pobres o indigentes?
–La segunda y la tercera generación de inmigrantes, pero sobre todo la segunda, sufren todavía problemas... Y la primera por supuesto también. Los mayores tienen dificultades para aprender el idioma, para insertarse en el mercado laboral. Hay ghettos geográficos en las grandes ciudades como Estocolmo, Malmö y Gotemburgo. También barrios estigmatizados, ghettos étnicos, donde el índice de desocupación triplica o cuadruplica al de la media sueca, que debe estar en el 8 por ciento. O sea un 24 o 32 por ciento de desocupación, sobre todo entre los jóvenes. Esa es un área en la cual la aplicación de los derechos humanos todavía está en deuda. Es como si fuera una rémora del pasado dentro de la sociedad sueca.
–¿Cuál es el perfil del asilado actual en Suecia, que puede inferirse es diferente al del exiliado latinoamericano de los años 70?
–El exiliado es categóricamente de otros países. De Latinoamérica debe haber, estimo yo, el 4 o el 5 por ciento de todo el caudal. De ese ciento por ciento que llega, se le concede asilo político al 5 por ciento, más o menos. Se ha condicionado mucho el derecho al asilo. Las teorías sobre el porqué son varias. Una habla de la influencia en Europa de partidos nacionalistas, neofascistas, que tienen un discurso xenófobo y que es enfrentado por el establishment político. Pero los partidos tradicionalmente establecidos incorporan ese discurso y lo transforman en práctica para no perder votos. Esto se manifiesta en situaciones de crisis, sobre todo, como en Europa ahora. Esa es una teoría de por qué la política sueca del asilo es mucho más dura y restringida que hace treinta años.
–¿Cuáles serían las otras teorías?
–Tengo una basada en elementos impresionistas porque trabajo en el sistema judicial sueco. Aparte de la vida que llevo como filósofo, me desempeño como traductor. Veo cómo trabaja la policía en los tribunales con la inmigración, soy intérprete externo. Es decir, a mí me llaman. Hace mucho que trabajo en eso: veinticinco años. Y mi impresión es que el carácter del asilado político ha cambiado. Hoy es más un refugiado económico al que se le niega el asilo político. Debe sufrir componentes de persecución política. Y no es suficiente con eso; son tres condiciones que debe cumplir: que haya sido perseguido políticamente, que lo denunciara ante las autoridades de su propio país, y lo tercero, que no le hubieran querido dar protección. En mi época, cuando yo me refugié, no era así. Si venía de una dictadura y aducía que me habían perseguido políticamente, era más o menos un trámite formal que debía hacer.
–La colectividad argentina del exilio, por decirlo de algún modo, ¿tiene respetable o escasa representatividad?
–Argentinos hay muy pocos. No encuentro a casi ninguno en el sistema judicial sueco y cuando pasa, debe ser una vez cada tres o cuatro años. Sí me encuentro con argentinos ubicados en posiciones no claves, aunque con un cierto nivel académico; profesionales trabajando en ciertas instancias políticas. Yo voy a las recepciones en la embajada y hay muy pocos argentinos; digamos, decenas, no cientos. Son impresiones nada más. No tengo datos. En mi trabajo percibo una sobrerrepresentación de chilenos, que se han quedado masivamente.
–¿Desde el golpe del ’73?
–Claro. Veo que también es igual con los bolivianos y peruanos que han llegado en los últimos quince años. Y hay muchos cubanos también, que han llegado hasta que los países europeos entendieron que había que cortar el ingreso de cubanos, como ocurrió en el ’95.
–¿Cómo es la asimilación del recién llegado a un país como Suecia?
–Un problema que se discute mucho es la integración de los inmigrantes. Hay quien dice que no se puede pretender asimilarlos. Una cosa es asimilación y otra cosa es integración. Asimilación sería que pase a ser como un sueco más. Integración, que conserve sus características propias, sus rasgos culturales y que se integre. El inmigrante es tanto el que viene de Washington como de una tribu africana. Y por supuesto, esos dos inmigrantes que están metidos en la misma bolsa con el término “inmigrante”, van a tener dificultades muy diferentes para integrarse a la sociedad sueca y para ser aceptados. El latinoamericano quedaría un poquito en el medio. Porque aquéllos son, más o menos, los extremos.
–Cuando regresa a la Argentina, todos los años, porque usted viaja todos los años, ¿comprueba que la gente sigue percibiendo al Estado de Bienestar sueco y de las sociedades escandinavas en general como un ejemplo a seguir? ¿O sólo permanece esa idea como un mito?
–No sólo los argentinos, todos los pueblos en general tienen una percepción ralentizada. Se tarda décadas en cambiar el prejuicio. Como decíamos antes, Suecia tenía una política generosa y amplia. No la tiene ya hoy; la tuvo en los ’70. Y la gente sigue creyendo que la tiene hoy. Lo mismo ocurre con el Estado de Bienestar. Hay muchos Estados de Bienestar más desarrollados que el sueco, como el de Alemania. Pero existe siempre la imagen o el prejuicio de que Suecia, por ser uno de los países escandinavos, es así. Si estuviera a la vanguardia de, no sé... una liga mundial, se ubicaría entre los quince o veinte primeros, pero no entre los cinco primeros.
–¿Y cómo está Suecia con respecto a los demás países escandinavos, Dinamarca, Noruega y Finlandia?
–Creo que están todos inmersos en la ampliación de ese círculo. Son procesos históricos, sociales, que se van gestando. Me parece notar, es una impresión, que en Dinamarca hay un poquito más de trabas en cuanto al reconocimiento de ciertos derechos del inmigrante. Por ejemplo, no es automático que casándose con un ciudadano danés se consiga el permiso de residencia. Hace años que se adoptó esa ley, en ocasión de que uno de estos partidos xenófobos, ultranacionalistas, el Partido Popular, accedió al poder compartiéndolo con un partido liberal.
–Aquí existe la idea de que Europa, y sobre todo España, a la que nos unen lazos históricos que superan los cinco siglos, ha endurecido su política de inmigración, con un tratamiento en muchas ocasiones vejatorio para el viajero, más allá de que llegue en condición de turista o inmigrante.
–En Suecia, a quien no tiene permiso para la residencia, se lo pone “en custodia”, así se llama. No está detenido, aunque se lo ubica en un centro de custodia. No sé en España. Se le busca un pasaje de regreso y lo mandan de vuelta lo más rápido posible para no tener costo. Eso no tiene nada que ver con una política xenófoba, desde mi punto de vista. Se ha hecho siempre. Yo lo veo trabajando en el sistema jurídico sueco desde hace veinticinco años.
–La cuestión de fondo es cuando se equipara a la inmigración ilegal con un delito castigado con la cárcel, como sucede en varios países donde se han votado leyes más duras. Por ejemplo, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea decidió que una norma italiana, que introdujo en 2009 el delito de inmigración ilegal, contradice al derecho comunitario.
–Es que la inmigración ilegal es un delito. Es un delito menor, pero es un delito. En Suecia hay una norma según la cual para estar en el país más de tres meses, se debe obtener el permiso de residencia. Si no se consigue, se aplica la ley de inmigración, la Ley Extranjera, se llama allá. La cuestión de cómo tratan al que viola la ley de esa forma, es la cuestión que se plantea. Lo que Berlusconi hacía en Italia lo hacía en Italia. Yo conozco a los centros de detención suecos. Me consta que están muy pocos días, tres días, una semana, no más de diez. Me consta, también, que se discutió que ante el hacinamiento de los centros de detención o de los centros de custodia, a veces tienen que poner a ciertos inmigrantes ilegales en cárceles, como prisión preventiva. Y eso es una violación de la reglamentación europea, una violación a los derechos humanos. En eso sí estamos de acuerdo. Pero la diferencia conceptual que yo hago es que ser inmigrante ilegal es un delito.
–Un graffiti porteño dice que “ningún ser humano es ilegal”. ¿Cómo se empiezan a pensar soluciones más humanas a un problema indetenible, al que sólo se le oponen muros y leyes cada vez más duras?
–En Suecia la inmigración está abierta. El derecho al asilo está abierto. Hace tres o cuatro años que se abrió la inmigración por trabajo. El gobierno conservador la abrió. Yo percibo una contradicción en decir que nadie es ilegal. Según la legislación vigente, eso no es correcto. La consigna “Nadie es ilegal” es de izquierda, a un nivel casi anarquista, que me es muy simpático. Si nadie es ilegal, por lo que hay que trabajar es por la esfumación modificante de las fronteras, que las fronteras se diluyan, ¿no? Por el gobierno universal, el gobierno global, el mundo sin fronteras.
–¿Cuál es la posición de la izquierda europea sobre este tema?
–Ahora, curiosamente, la izquierda europea está en contra de ese proceso. Está en contra de la UE. Y es cierto, porque la Unión Europea es un proyecto de derecha, un proyecto burgués como se decía en otra época, por decirlo de alguna manera, pero, de todas formas, es lo que hay, hay que transformarla. Pero no se puede plantear que nadie es ilegal, sin meterse en los procesos de eliminación de las fronteras. La izquierda europea tiene que incidir. Si queremos abrir las fronteras, trabajemos en función de eso.
–¿Todavía se hace sentir la discriminación interna en las naciones del norte de Europa hacia los inmigrantes que llegan desde el sur o los países del Este?
–Yo no sé si existe puntualmente. No sé si un italiano hoy sigue siendo visto y recibido de la misma forma en Suiza o en Alemania como lo era hace cuarenta años. Pero la crisis europea renueva la división entre el norte y el sur. Las leyes europeas se plantean en términos de que el norte trabaja y paga y el sur administra mal y derrocha. Que sea cierto o no escapa a mi conocimiento porque es más una cuestión de política económica nacional. Hay una tendencia en el discurso general, incluso en el periodismo, a plantear la cuestión en términos de la deuda de Grecia y los países mediterráneos. Eso acentúa el viejo prejuicio que usted está señalando, del inmigrante del sur que viene al norte de Europa y es recibido de una forma discriminatoria. Otra vez hay reacciones en función de percepciones históricas de décadas atrás. Es un fenómeno llamativo. Hay un dinamismo tremendo en la economía, en la globalización de los medios de comunicación y en las tendencias del capital, pero la cabeza humana funciona y se acomoda cuarenta, cincuenta años después.
–¿Cómo encuentra a la Argentina en cada uno de los viajes que hace?
–Hay algunos aspectos que son positivos. En el plano de los derechos humanos, por ejemplo, Argentina tiene una actuación destacada en cuanto a la persecución de los crímenes de lesa humanidad iniciada en el ’85 y ya completada, que había sido truncada por decisiones políticas con posterioridad a ese año y que ha sido continuada y profundizada por las dos últimas administraciones. Pero, lamentablemente, se han quedado solamente en la aplicación de las políticas punitivas y no en el esclarecimiento. Se confió en la pena para poder esclarecer el destino de los desaparecidos y con la pena se consigue castigar, se consigue disuadir a delincuentes futuros, pero no se consigue esclarecer. Cuando uno amenaza con una pena dura o impone una pena dura a alguien, lo que provoca es el silencio del castigado.
–¿Y qué habría hecho?
–Si un represor contaba todo y lo que contaba era útil, no lo condenaba o le rebajaba la pena. Pero si contaba pavadas que no servían, no se la rebajaba la condena. De esa forma quizás hubiera podido encontrar a los desaparecidos y seguir castigando a los cómplices civiles. A ellos todavía no llegó la Justicia. ¿Por qué? Porque se aplicó una política meramente punitiva que provoca el silencio del imputado.
–Usted viene sosteniendo esta idea hace tiempo. ¿Predicó en el desierto?
–Sí. El tren ya pasó. Los represores se están muriendo. No sabremos nunca quiénes fueron los responsables civiles, no sabremos nunca qué pasó con los desaparecidos. En algún caso aislado se podrá esclarecer el destino final por un hecho fortuito de los investigadores y se conseguirá encontrar algún que otro nieto desaparecido más, pero los 400 que faltan, no. Se recuperará una cantidad menor, lamentablemente. Pasó el tren y lo hemos perdido por enfocarnos exclusivamente en esta posición punitiva. Es decir, hubo como un amague, un primer paso positivo sin imaginación política para profundizar el proceso. Esa es la impresión que yo tengo.
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