sábado, 13 de abril de 2013

La fuga del portero de Almagro

Claudio Tamburrini disputaba en 1977 el puesto en la portería de Almagro cuando los militares le secuestraron. Escapó del centro de torturas después de 120 días de terrible cautiverio en el que soportó repetidamente las bromas de los guardias en forma de puñetazo al estómago: “¿Sos arquero?, atájate esta”.

María Cappa

Claudio Tamburrini comenzó a militar políticamente en la Federación Juvenil Comunista (una organización para jóvenes del Partido Comunista argentino) en el último año de instituto, en 1972, con apenas 18 años. Un año después ingresó en la universidad para estudiar Filosofía, lo que compaginaba con su trabajo como portero en Almagro, un club argentino de Primera B. “En esa época mis metas pasaban por tratar de llegar lo más lejos posible como jugador y doctorarme en Filosofía”, recuerda vía telefónica desde Suecia, donde vive actualmente.

Empezó a jugar al fútbol en un club llamado Ciudadela Norte y pronto pasó a las inferiores de Vélez Sarsfield. En 1975, a los 21 años, Tamburrini aterrizó en Almagro. Allí tuvo que competir por la titularidad con el histórico arquero del club, Hugo Piazza. La primera oportunidad le llegó tras una lesión del veterano portero que le había obligado a estar dos semanas de baja en las que Tamburrini había jugado dos buenos partidos. Durante la tercera semana, una vez recuperado Piazza, se había rumoreado que Claudio volvería a ser titular, algo que se confirmó en el partido entrenamiento previo al fin de semana.

Ese día iba a ser decisivo para poder pelear por los puestos de ascenso a Primera. Claudio tenía la cábala de marcar obsesivamente la posición de los postes raspando con los botines las líneas de cal de las áreas. Estaba ansioso por que empezara el partido. Jugaban de locales y se podía palpar la presión de la hinchada para que ganaran. Un empate los dejaba prácticamente fuera de la lucha. El partido estaba siendo muy trabado, lo que estaba siendo justamente reflejado en el 0 a 0 del marcador. Sobre la mitad del segundo tiempo pitaron una falta en el borde del área a favor del equipo rival.

La barrera de Almagro dejaba a Tamburrini sin poder ver siquiera al jugador contrario. Mientras rezaba para que tirara la pelota a la tribuna, vio venir al árbitro corriendo y gritándole: “¡Las medias, subite las medias!”. El reglamento de la época obligaba a tener los calcetines bien arriba. Cuando estaba todavía ocupado con la pierna izquierda, escuchó a un compañero decir: “¡Cuidado que patea!”. Su intuición lo empujó a volar hacia el palo izquierdo, pero no pudo evitar el gol. Sintió que le caía encima el peso del estadio entero. No se atrevía ni a mirar a sus compañeros. Los calcetines les habían supuesto perder el partido, las posibilidades de ascenso y, a Claudio, la titularidad.
El día del secuestro

El jueves siguiente del partido, 23 de noviembre de 1977, Tamburrini regresaba a casa de un entrenamiento muy exigido, en el que se había matado para demostrarle al entrenador que aún podía confiar en él. Cansado pero satisfecho, seguía dándole vueltas a esa maldita jugada. Después de comer tenía pensado revisar los libros de la facultad y algunos panfletos políticos que aún tenía dispersos por la casa. Se había mudado hacía dos meses y todavía quedaban muchas cosas por organizar. Nada más entrar llamaron a la puerta. “Se presentaron dos personas armadas que me preguntaban por mi identidad y, al responder afirmativamente, me llevaron a una camioneta con la excusa de que tenían que hacer averiguaciones”, declaró en el Juicio a las Juntas Militares en 1984.

Esa camioneta lo condujo a la casa de su madre, donde lo habían ido a buscar esa madrugada. Allí había aparcados otros dos coches. “El pájaro ha caído”, dijo por radio uno de los secuestradores. Inmediatamente después salieron varios hombres del interior de la casa y subieron a sus vehículos. “Uno de ellos me golpeó, me puso una capucha y me tiró al piso de la camioneta”. Cuando el vehículo se detuvo, veinte minutos después, lo introdujeron en una casa. “Me subieron por unas escaleras amenazándome y me preguntaron sobre supuestas conexiones relacionadas con mis actividades de índole política. En el primer piso me ataron a una cosa que pude sentir como un elástico de cama y comenzaron a torturarme el mismo día a la tarde, sobre las 14 horas”.

Habría tenido otra vida, que podría haber sido mejor o peor, pero no habría sido la mía. Que me secuestraran me sirvió para ser quien soy

El 24 de marzo de 1976 un ejército de militares armados, liderado por Rafael Videla y Eduardo Massera, dio un golpe de Estado que terminó con el Gobierno de Isabel Martínez, segunda esposa de Perón. Este régimen genocida, bautizado oficialmente como Proceso de Reorganización Nacional, se instauró para “eliminar todo foco subversivo que atentara contra el Ser Nacional”. Estados Unidos, que sabía que se produciría desde dos meses antes de ejecutarse, aprovechó el golpe para instaurar el neoliberalismo de la mano de Milton Friedman, bajo lo que Naomí Klein denominó La Doctrina del Shock.

“Se dieron dos situaciones paralelas que se complementaron”, explica Tamburrini. “Desde lo político, existía un movimiento de tendencia comunista que estaba cada vez más asentado. Los militares no lo toleraban y estaban convencidos de que su misión era salvar a la nación argentina. Por otro lado, económicamente, fue la excusa de EE UU para aplicar su sistema económico en un ambiente propicio para ello”. Friedman, ideólogo económico tanto de la dictadura de Pinochet como de la de Videla, recibió el Premio Nobel de Economía en 1976, por sus teorías sobre el libre mercado, y la Medalla de la Libertad de Estados Unidos en 1988.
120 días de cautiverio

Se ha reprochado mucho la actitud de los argentinos, a los que se acusa de haber mirado hacia otro lado durante aquella época, aunque Tamburrini lo niega. “La gente no era consciente de lo que estaban haciendo los militares en la clandestinidad. Te lo digo yo, que era militante”, cuenta. “Cuando me secuestraron no tenía ni idea del riesgo que corría. No podía ni imaginarme lo que hacían con los que chupaban. De hecho, durante la primera semana de mi cautiverio, estaba convencido de que, una vez que les explicara cuál era mi situación, me dejarían marchar”. Sin embargo, pasó 120 días retenido en la Mansión Seré, en Morón, provincia de Buenos Aires.

A pesar de los continuos malos tratos sufridos durante su cautiverio, bien con la picana eléctrica (a la que los torturadores denominaban “pequeña Lulú”), bien con constantes palizas, los primeros 15 días Claudio estaba especialmente preocupado por su carrera futbolística. “Estaba por cerrarse el libro de pases y me aterraba pensar que me podían dejar libre en Almagro por no presentarme y que no me daría tiempo a salir para fichar por otro club. Pasadas esas dos semanas comencé a tener una noción más realista sobre dónde estaba. Mi única obsesión era salir de allá”.

A pesar del terror con el que tuvo que convivir y de asumir la realidad de su situación, Tamburrini ni quiso ni pudo dejar de lado el fútbol. Hablaba mucho con algunos de los secuestrados sobre sus anécdotas como jugador profesional o sobre lo que esperaban de Argentina en el Mundial que se iba a jugar unos meses más adelante y que ya había comenzado a prepararse. También los militares se encargaban de recordárselo. Al poco tiempo de que lo secuestraran se abrió la puerta del cuarto donde estaba encerrado. “¿Quién es el arquero de Almagro?” Tamburrini se identificó. Pensó que le pedirían disculpas por haberse producido algún tipo de malentendido y podría irse. Entonces escuchó al militar decir entre risas mientras le pegaba un puñetazo en el estómago: “Si sos arquero, ¡atajate esta!” Una broma que se iba a repetir de manera recurrente.

Claudio compartía celda con Guillermo Fernández, Carlos García y Daniel Rusomano. Tras cien días de torturas, incertidumbre y terror, y después de saber que dos de sus compañeros detenidos habían sido asesinados, comenzaron a gestar un plan de fuga. Fue determinante que los torturadores descubrieran que las confesiones de Fernández durante las torturas eran falsas y lo amenazaran con matarlo en diez días si no les contaba algo que los satisficiera. Fernández asumió que estaba condenado dijera lo que dijera.
Decididos a fugarse

A Tamburrini, que sabía que la única forma de salir de allí con vida era escapándose, no tuvo que convencerlo. García y Rusomano, sin embargo, tenían innumerables dudas que generaron serias discusiones, y no se sumaron hasta que el plan de fuga ya estaba en marcha. Fue el 24 de marzo de 1978, en el segundo aniversario del golpe de Estado. Fernández había encontrado días antes un clavo que guardó, porque pensó que de algo les podría servir. Y así fue. Encajaba perfectamente en el hueco de la ventana de la celda, a la que le habían sacado el picaporte para que no la pudieran abrir desde dentro.

Aprovechando tres horas libres, entre el recuento de secuestrados de las doce de la noche y la supervisión de las tres de la mañana, Fernández se deshizo de las correas de cuero con que los ataban para dormir, se sacó las esposas (estaba tan flaco que no tuvo problemas) y abrió la ventana. Mientras Tamburrini se desataba y discutía con García, que estaba aterrado, Fernández sacó el alambre con que unían la doble persiana. Cuando consiguió abrirla se terminó la discusión. Comenzaron a atar las mantas que había en la celda con las correas de cuero y las tiraron por la ventana.

Rusomano se lanzó al balcón y bajó el primero. Lo siguieron Tamburrini y García. Fernández, que se había quedado el último para vigilar, tardó casi un minuto más en aparecer. Con el clavo había escrito en la pared: “Gracias, Lucas”. Era su forma de vengarse de uno de los militares más crueles que habían padecido. Desnudos, tres de ellos esposados, y bajo una intensa lluvia, corrieron hacia la calle en busca de un coche   que poder arrancar haciendo puente con el alambre de la ventana. Intentaron robar varios, pero estaban tan débiles que no pudieron romper ningún cristal.

Habían transcurrido más de dos horas. En breve se sabría que habían escapado y estaban a menos de un kilómetro de la Mansión Seré. Desesperados, decidieron cambiar la segunda fase de su plan. García y Rusomano se metieron en el garaje de una zona en construcción. Tamburrini corrió hacia el jardín de una casa que estaba en frente y Fernández fue hacia otra casa vecina y tocó timbre. Le contó a la señora que atendió que había acompañado a su novia a la estación de trenes que estaba en esa zona. Dijo que le habían robado y pidió que llamara a casa de sus padres. No atendió nadie. La señora le tiró por la ventana un pantalón y algo de dinero y le deseó suerte.

Fernández avisó a sus compañeros de que se iba a por ayuda y les prometió que volvería a por ellos. Tomó un taxi y se fue a casa de un tío suyo que vivía cerca. Desde allí llamó al padre de García y le dijo que, si quería ver a su hijo con vida, debía ir a buscarlo de inmediato. Entre tanto, Tamburrini salió de su escondite y fue al garaje, donde García y Rusomano le contaron lo sucedido. Alrededor de las tres y media de la mañana vieron que varios helicópteros sobrevolaban la zona mientras enfocaban las calles con sus reflectores. Por fortuna, una intensa tormenta les impidió continuar con las maniobras y abandonaron la búsqueda. Permanecieron varias horas más escondidos, sin moverse, hasta que al amanecer un coche aparcó en la puerta del garaje. García comenzó a gritar: “¡Papá, papá! ¡Es la voz de mi papá!”. El padre entró en el garaje, los llevó al coche y salieron de allí.

Tamburrini se refugió en diferentes casas de las que, durante tres meses, solamente salió para cambiarse de un domicilio a otro. Aterrado por el miedo a que pudieran reconocerlo abandonó el fútbol y comenzó a trabajar de cualquier cosa, desde taxista hasta basurero. A pesar de la paranoia, Claudio recuerda el festejo por la victoria de Argentina en el Mundial, sostenido paradójicamente por los militares, como el único momento en el que volvió a sentir algo de libertad. Después de catorce meses de una intensa angustia psicológica decidió marcharse del país. Por el puerto de Iguazú llegó a Brasil donde le dieron la condición de refugiado político y voló hacia Estocolmo.

“Cuando llegué a Suecia despareció el miedo”. En 1979, mientras aprendía sueco, contactó con el AIK, un equipo de fútbol de primera división. Llevaba dos años sin realizar ninguna actividad física y no estaba en buena forma. Decidieron mandarlo a su cantera, un equipo de la cuarta división, para que se entrenara. Pasado un año reconsiderarían su situación. “Trabajé durante un tiempo en ese equipo, pero en 1980 me notificaron que me habían aceptado en la facultad de Filosofía de Estocolmo. Fue la primera vez que me vi en la disyuntiva de escoger entre ambas actividades”.
Decepción con el fútbol sueco

Eligió Filosofía. “Primero por la falta de continuidad en el equipo. Pero sobre todo por una profunda decepción con el fútbol sueco por su falta de profesionalidad. Entrenábamos dos veces por semana y nos limitábamos a jugar once contra once un partido de 100 minutos. No había preparación específica para arqueros, algo a lo que yo estaba acostumbrado desde que jugaba en las inferiores. Fue tan mala la experiencia que decidí abandonar el fútbol y centrarme en mis estudios.”

Pasaron 13 años hasta que volvió a retomarlo. En 1994 accedió a jugar en un equipo latinoamericano de aficionados y cuatro años después comenzó a escribir ¿ La mano de Dios? Una visión distinta del deporte. Lo publicó la editorial Continente en el año 2000 y aborda el deporte desde el punto de vista ético. “Habla sobre cómo lo utilizan para exacerbar los sentimientos nacionalistas, sobre la admiración por las estrellas como síntoma fascistoide del desprecio al débil…Es filosofía del deporte. Ahí fue cuando volví a hacer confluir las dos actividades.”

En 2003, 25 años después de su secuestro, publicó, con la misma editorial, Pase libre. La fuga de la Mansión Seré. “Tenía material escrito desde 1981, pero no quise publicar nada hasta que la sangre dejó de estar caliente. De haberlo hecho, el texto resultaría un mero panfleto plagado de las típicas consignas de militante”. Tamburrini quería mostrar que ninguna situación se compone exclusivamente de blancos y negros, sino que siempre hay matices. “Ni todos los secuestrados tuvieron una conducta ejemplar, ni todos los militares fueron siempre monstruos. Alguna vez alguno tuvo un comportamiento noble, igual que hubo algunas actitudes viles por parte de algunos secuestrados”.

Una semana después de la fuga los militares volaron la Mansión Seré y blanquearon a todos los presos que estaban ilegalmente retenidos. Tenían miedo de que los cuatro chicos hablaran con la prensa extranjera, que ya estaba en Argentina para cubrir el Mundial. En 1985 Juan Carlos Rousselot, del Gobierno radical, demolió el edificio por completo y restringió el acceso a la zona, amparado por la ley de Obediencia Debida y Punto Final. El 1 de julio del año 2000, tras un cambio de Gobierno, el ex centro clandestino se convirtió en la Casa de la Memoria y la Vida. Fue el primer espacio latinoamericano dedicado a recuperar y ejercitar la memoria colectiva.

Guillermo Fernández y Carlos García lograron atravesar la frontera con Uruguay y de allí fueron a Brasil. García huyó hacia Barcelona, donde reside desde entonces. Fernández eligió París, donde comenzó a trabajar como titiritero en el metro. Con los años se profesionalizó y, aún hoy, compagina esta actividad con la interpretación. Daniel Rusomano tuvo menos suerte. El primer lugar en el que se refugió tras la huida fue la casa de su hermana, que vivía con un policía. Este avisó a los militares y, un par de semanas después, volvieron a secuestrarlo.

Durante un mes y medio fue sometido a torturas salvajes. Un día el militar que se encargaba de él le obligó a sacarse la venda que llevaba desde el inicio del cautiverio. “Mirame. ¿No me reconocés? Yo estaba en la Mansión Seré el día que se escaparon. ¡Me cagaron la carrera, hijos de puta!”. Rusomano lo miró y respondió: “¿Qué querés? Ustedes nos estaban cagando la vida”.  No volvieron a torturarlo. Algún tiempo después, pasó a una prisión federal como detenido reconocido donde permaneció hasta el final de la dictadura, en 1983.

Tamburrini, hoy Doctor en Filosofía y profesor en la Universidad de Estocolmo, no tiene secuelas emocionales del horror que sufrió. “Mi secuestro no me generó problemas, al revés. Lo tomo como una parte constitutiva de la vida que hoy tengo. Si no me hubieran secuestrado, no habría salido de Argentina. En Suecia conocí a mi mujer, con la que tuve a mis tres hijos. Habría podido tener otra carrera u otros hijos. Habría tenido otra vida, que podría haber sido mejor o peor, pero no habría sido la mía. Que me secuestraran me sirvió para ser quien soy.”

Reportaje publicado en el número 3 de la revista Líbero

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